A veces escribo con el corazón en la boca.
Los días se vuelven fotografías exactas; solo sé los cambios por los números en los almanaques. Prefiero escribir cuando no siento, prefiero perderme a mí mismo en las vidas de los otros.
Pero eso no siempre pasa: a veces escribo con el corazón en la boca, sus latidos me exprimen la voz, refuerzan los quiebres del lenguaje.
Debería escribir de algo mejor: la sustancia prejuiciosa de la que estamos hechos, nuestra incapacidad de ver el presente, de cómo vivimos solos en cada parpadeo.
Había pensado incluso escribir sobre una zona devastada por la que pasamos todos los días; de sus muros resquebrajados al aire libre, las casas vueltas basura, la figura brillante de la historia derrumbada.
Porque ahí sigue ese paisaje de guerra urbana, el resultado de los bombardeos de la burocracia, eso que llamaron Macroproyecto San José.
Pasan alcaldes y secretarios y no pasa nada de esa catástrofe olvidada, ese desplazamiento interno sin paramilitares ni guerrillas, cuyas causas fueron las armas de los papeles y de las oficinas públicas.
Había pensado escribir sobre eso, ¿pero para qué?
Dibujar tal vez una comparación: decir que ese paisaje es el significado de nuestra consciencia política, arriesgar otras metáforas para concluir que en realidad no avanzamos nada si no reconocemos esa otra forma de victimización que provocó el Estado, referirme a que cualquier proyecto de ciudad debería comenzar por las palabras de los implicados.
Estas cosas que ya se han dicho tanto, pero que parecen solo quedarse en el vacío de los anaqueles del periodismo y de los líderes sociales. Quizás ahí terminaría mi columna.
Hoy, en cambio, no puedo escribir de eso otro que pasa. Pienso en el ruido interno del latido del corazón.
¿Qué hay que hacer para que la ansiedad no lo invada todo, hasta la indignación? La ansiedad puede llegar a ser una humedad que se lo traga todo, un monstruo constante de agua y mugre.
El mercado ha dicho que la solución es el mindfulness y le ha dibujado al gran Buda el signo de pesos en la frente.
También ha recetado una que otra pastilla para que el espíritu no se adelante al cuerpo: tómese dos en ayunas y deje de sentirse humano; ser humano es malo para la salud.
Y así me la paso buscando temas que podrían ser algo, respiros que podrían ser cuentos, agonías que podrían ser columnas, y así le huyo a la sensación de ruinas en la piel -que es como esa misma sensación del Macroproyecto San José: ruinas en la piel de la ciudad-, y así vuelvo al ciclo donde comencé, a sentir que a veces los días son influjos instantáneos de un mismo dibujo, que la luz tarda en descubrir los colores de las cosas, que se debe esperar para que el tiempo alimente la máquina de crear días, la máquina de ser feliz.
Después pienso: escribir se parece a salirse de uno mismo, a buscar las grietas de la sociedad y luego a mirarse en ellas. Escribir es construir un museo individual de las propias ruinas compartidas. Y sin embargo hay que seguir.
Escribir es siempre creer que hay una segunda oportunidad.