Tanta gente que ha muerto en sus faldas y probablemente seremos nosotros, los de ahora, quienes lo veremos morir a él. O no morir: volverse otro, un monte de cenizas, una fotografía de nuestro destino. Estamos tan conectados a las cosas que hacen de esta una época fugaz e insoportablemente veloz, que nos desconectamos de ese animal milenario al que se le van cayendo las canas. De vez en cuando lo miramos y hablamos de privilegio y de paraíso y de eso que nos pasa cuando esta tierra nos recuerda su belleza.
La semana pasada El País de España publicó una nota con el siguiente titular: “Las últimas 29 hectáreas que resisten del Nevado Santa Isabel”. El periodista Camilo Sánchez comienza la crónica así: “A la pequeña almohada de hielo del Nevado Santa Isabel no le queda más que un suspiro de su antigua blancura”. No es nuevo el deshielo de los nevados –y no solo en el Parque Nacional Natural Los Nevados–; lo nuevo es la rapidez con que se están derritiendo: desde hace dos años –según lo dice Jorge Luis Ceballos, ingeniero geólogo especializado en glaciares, para el artículo que cité–, se ha acelerado todavía más el descongelamiento, y la vida de abajo empieza a subir, y los musgos y los líquenes a apoderarse de las rocas como hambrientos y diminutos conquistadores verdes.
Supongo que algo de optimismo habrá que tener. Usaré una frase de Ceballos: no habrá glaciar, pero la vida continuará. Sin embargo, en Venezuela la sentencia no se conjuga en futuro sino en presente: la vida continúa hoy sin el glaciar La Corona –en el Pico Humboldt–, el último en desaparecer –hasta ahora–. Venezuela es hoy el primer país de la cordillera de los Andes que pierde sus glaciares. El plan de Maduro de poner un plástico para preservar el hielo fracasó: lo que a principios del siglo pasado medía 300 hectáreas, hoy mide menos de una cancha de fútbol.
La siguiente pregunta nos sigue como una sombra de espadas candentes: ¿cuánto le falta al Nevado del Ruiz para quedarse sin hielo? Lo más probable es que el descongelamiento es inexorable; lo que no sabemos a ciencia cierta es a qué velocidad, ni cuándo comenzará a acelerarse (tal y como le pasó a La Corona en Venezuela: sufrió un punto de inflexión después de 1998, cuando la tasa de pérdida de hielo aumentó más rápidamente –una metáfora involuntaria del chavismo al hacerse con el poder–).
Mientras tanto, ¿qué estamos haciendo no solo para la preservación sino para la conciencia de lo que ahora mismo vivimos? ¿Cómo hacemos para que el Nevado del Ruiz y las demás cumbres nevadas colombianas sean parte de nuestras historias, parte real de nuestra cultura, y no meras fotografías a propósito de algún evento, de su peligrosidad inminente o de su hermosura momentánea? ¿De qué manera retener –como no sea en la nostalgia– el último suspiro de su antigua blancura? ¿Qué haremos después, cuando el hielo se vuelva agua, más allá de las lágrimas?
El pasado domingo fue el Día del Padre. Pienso que todo padre tiene algo de montaña blanca: todo padre vive como en otro tiempo, en su propio tiempo. Lo suyo es más una persistencia de la memoria, su memoria. La frialdad es un escudo que le ha dado el cielo: dentro esconde un calor profundo, incontrolable, incontrolado, que cada tanto asoma en forma de lava, de gestos, de piedras, de palabras. Aunque los diferencia algo: mientras el uno pierde canas, al otro una cumbre nevada le va poblando la cabeza.