“Trátate amablemente y no te presiones demasiado”. Estas parecen ser palabras livianas y de poco calibre si las integramos dentro de nuestro hablar diario. ¿Quién no se trata amablemente? ¿Quién se presiona demasiado? Cierto, ¿quién?
Ernest ha sido mi psicoterapeuta desde que comencé mis estudios en el Reino Unido y ha sido un descubrimiento colosal, sobre todo, por la manera en la que sus enseñanzas suelen impactar completamente el entramado pretencioso de mis pensamientos analíticos.
Tratarse amablemente: ¿Cómo se puede definir un trato amable? No hay que ir muy lejos si solo desmenuzamos la palabra como tal. Amable viene del término latino ‘amablis’ que no es otra cosa que digno de ser amado. Así, entonces, tratarse amablemente es un principio de amarnos con dignidad y sin peros ni caprichos.
Pero qué difícil es tratarnos amablemente cuando no sabemos poner límites a nuestras adicciones conscientes e inconscientes y terminamos siempre cediendo a ellas. O qué compleja se hace la amabilidad personal cuando nos convencemos de trabajar hasta el cansancio porque con eso entendemos el significado “real” de la productividad.
Qué podemos decir sobre amabilidad cuando malgastamos horas y horas de nuestras vidas observando la pantalla del celular a la espera de enterarnos sobre lo que hacen o dejan de hacer los demás. No hay amabilidad cuando rogamos afecto y esperamos reciprocidad en relaciones que reconocemos como nocivas o tóxicas.
Quizás, tratarse amablemente no es tan fácil como se cree ni se puede dar por sentado que no merezca una verdadera contrición. De allí que la amabilidad escasee entre tantos tratos diarios.
Presionarse demasiado es un complemento propio a nuestros días. ¿Quién no ha querido ser el primero en algo, aunque, nadie recuerde aquel esfuerzo? ¿Por qué tenemos una necesidad por ser sensacionales, increíbles, atractivos y superproductivos así eso incluya una cuota de sacrificio personal indescriptible?
Nos presionamos en exceso cuando no nos permitimos sentir, sino que, peor, analizamos y sobrepensamos cada momento y emoción que nos brotan hasta hacerles perder su magia y trascendencia. Nos presionamos cuando decidimos bajar la cabeza o alzar la voz en lugar de tener conversaciones incómodas que puedan ser edificantes o reveladoras.
Hay presión cuando no paramos. Creemos que detenerse a pensar y meditar es para aquellos que tienen demasiado tiempo o “no tienen todo tan claro como nosotros”. Nos presionamos creyendo que todo es trabajo y al final lo dejamos todo para cinco minutos de placer durante el fin de semana o, al contrario, nos forzamos tanto por querer descansar que perdemos el conocimiento del valor del sacrificio.
Ernest, en su sabiduría de hombre mayor, me ha manifestado que tratarse con amabilidad y no superexigirse es cerrar los ojos por un momento y saborear la comida; darse una ducha y sentir el agua bajar por el cuerpo. También es depositar el pensamiento en el presente. ¿Cuántas veces hemos detallado y sentido la manera como nos cepillamos los dientes? ¿Cuántas otras cosas las obviamos en el sentir porque están mecánica y automáticamente con nosotros? ¿Dónde está nuestra mente cuando las hacemos?
¿Cuántas relaciones se mueren porque no las sentimos, sino que sabemos que están ahí, sin posibilidad de sensación o invención?
Como lo dice Ernest, tratarse amablemente y sin presionarse demasiado es encontrarse con la verdad de uno mismo. Es un acto de amor y comprensión que se siente, sobre todo, en aquellas pequeñas cosas, como la canción de Joan Manuel Serrat.
Son las mismas que nos confieren amabilidad y no exigen nada bajo presión. Pensémoslo ahora que estamos en diciembre y se acercan la fiesta de Navidad.
Ernest tiene razón.