La inteligencia artificial generativa (IA) ha irrumpido con una fuerza insospechada, modificando la forma como trabajamos, aprendemos y nos relacionamos con el conocimiento. Sus posibilidades son inmensas, pero también lo son sus riesgos. Uno de los más graves, sobre todo en el ámbito educativo, es la pérdida del proceso formativo que da origen al pensamiento crítico. Cuando una máquina ofrece respuestas inmediatas y bien estructuradas, sin que medie el esfuerzo de comprender, el ser humano deja de ejercitar las facultades que más lo distinguen: la reflexión, la creatividad y la capacidad de juicio. Perder el proceso de pensamiento sería fatal para las nuevas generaciones, ¡y también para los mayores perderla!
El cerebro humano crece cuando se le reta. El esfuerzo de pensar, de escribir, de formular una pregunta, de buscar y contrastar información, constituye el verdadero gimnasio de la inteligencia. Si los estudiantes se acostumbran a obtener respuestas sin recorrer el camino de la búsqueda, la educación dejará de ser un proceso de construcción del saber para convertirse en una simple administración de contenidos producidos por otros -o por algo- que no somos nosotros.
Frente a la era digital ya tenemos varios frentes en riesgo: la capacidad de focalizar la atención, la lectura cuidadosa, la escritura reflexiva y el pensamiento profundo. La inteligencia artificial, usada sin discernimiento, puede empobrecer el proceso de aprender a pensar: preguntar, resumir, sintetizar, elaborar juicios propios. Es decir, puede desconectar a las nuevas generaciones de la experiencia más humana del conocimiento: la de asombrarse, comprender y crear.
No son pocos los expertos que advierten sobre tres escenarios apocalípticos posibles. El primero, que la inteligencia artificial caiga en manos malvadas y sea utilizada con fines destructivos. El segundo, que desarrolle tal autonomía que escape al control humano. Y el tercero, que la humanidad se vuelva profundamente dependiente de ella, renunciando a su propio juicio. Este último es, quizá, el más peligroso, porque no necesita catástrofes visibles: basta con el hábito cómodo de no pensar.
La educación del presente no puede limitarse a enseñar a usar herramientas digitales, sino a formar el criterio para decidir cuándo y cómo usarlas. Si la inteligencia artificial reemplaza el esfuerzo del pensamiento, estaremos frente a una paradoja: habremos creado una inteligencia que nos hace menos inteligentes.
La verdadera tarea, entonces, es asegurarnos de que la tecnología no sustituya la mente humana, sino que la provoque, la despierte y la acompañe. Solo así seguiremos siendo, en el fondo, una humanidad que piensa. Por ello para los educadores es vital convertirse en verdaderos diseñadores de aprendizaje, protegiendo fuertemente, los procesos reflexivos que son los que están en mayor peligro por el mal uso de la Inteligencia Artificial.
Hay que hacer esfuerzo en el diseño del aprendizaje con una intención muy fuerte en todos los procesos de lectura, escritura, síntesis y crítica. El profesor que pase por encima de este proceso formativo les hará un grave daño a sus estudiantes.
El pensamiento humano no puede ser reemplazado: es la chispa que mantiene viva la inteligencia.