Este año hemos vivido tensiones profundas en la vida pública que van más allá de las disputas políticas o de las diferencias ideológicas. Lo que está en juego es algo más delicado: nuestra propia comprensión del ser humano. Cuando una sociedad pierde los referentes que sostienen la dignidad, la verdad y la convivencia no solo se deterioran sus instituciones; se produce un daño antropológico que hiere la manera como las personas se entienden a sí mismas y se relacionan entre sí. Hoy enfrentamos tres heridas de ese tipo, todas entrelazadas y potenciadas por la polarización acelerada que circula sin filtro en las redes sociales.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la post verdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas convenientes. La verdad deja de ser algo a descubrir, con humildad intelectual y responsabilidad ética, para convertirse en un instrumento de poder moldeado por intereses particulares. Esta dinámica erosiona la confianza pública, pero también afecta la integridad personal: si la verdad depende solo de lo que me conviene creer, terminamos desgajando la posibilidad misma de diálogo y debilitando la estructura moral que sostiene cualquier democracia. Una sociedad que renuncia a la verdad se acostumbra a la manipulación, y una ciudadanía que acepta la manipulación termina de esclavo, pierde la libertad.
El segundo daño es la creciente instrumentalización de las personas. Cuando se normaliza la lógica de la posverdad, es fácil dar el paso siguiente: usar a los demás como medios para alcanzar fines propios. Se olvida así el imperativo categórico más elemental de la ética humana, ese que exige tratar a cada persona -incluido uno mismo- como un fin en sí mismo. Sin embargo, hoy vemos cómo se manipulan emociones, se encasillan identidades, se hostiga a opositores y se reduce al otro a una ficha dentro de una disputa política. Esta lógica degrada la dignidad humana, pues convierte las relaciones sociales en escenarios de utilidad y no de reconocimiento. Una democracia que permite esa deriva pierde el alma.
El tercer daño es la dificultad creciente para aceptar la pluralidad. En un ambiente polarizado, quien piensa distinto deja de ser un interlocutor válido y pasa a ser un enemigo. Este desplazamiento es peligroso porque rompe las bases mismas de la convivencia democrática. La democracia exige la coexistencia de diferencias, el respeto mutuo y la convicción de que las discrepancias son parte de la riqueza social. Cuando se estigmatiza al otro por pensar distinto, la sociedad se encierra en identidades rígidas que impiden el encuentro y alimentan la confrontación.
Estos tres daños -la imposición de la post verdad, la instrumentalización del prójimo y el rechazo a la pluralidad- están configurando un deterioro profundo en nuestra antropología. La polarización amplificada por redes sociales sin pensamiento crítico actúa como catalizador que los intensifica. Recuperar la verdad, la dignidad y la pluralidad no es solo una tarea política: es una urgente tarea humana.