Hace poco entré al elevador del edificio donde resido y me encontré con una vecina de un piso superior que llevaba una maleta y unas bolsas llenas de ropa. Yo, que no temo establecer contacto con extraños, le pregunté adónde se dirigía. Ella me contestó que solo iba al sótano a dejar la ropa para luego donarla.

Me resonó bastante este acto que se une, también, a muchos actos anónimos de muchos anónimos que ayudan, acompañan y asisten para hacer de este mundo algo que no apague la fe en la humanidad de a poco. Siempre que pienso en ayudar sin que sea solicitado recuerdo a Myriam Mansell, la segunda mujer que más ha marcado mi vida, después de mi madre.

Una vez, cuando yo tenía 16 años, paramos en un restaurante de cadena a las afueras de Minneapolis, en una de nuestras muchas aventuras por las ciudades gemelas de Estados Unidos. Al mostrador del restaurante llegaron dos personas de avanzada edad con unos váucher o bonos para pagar.

Sin embargo, la persona a cargo de la tienda les dijo que no aceptaban esos bonos como medios de pago. Myriam, entonces, levantó la mirada luego de escuchar un poco el diálogo. El par de viejos salieron cabizbajos del restaurante y Myriam los interrumpió. Les dijo, respetuosamente, si ella les podía comprar su almuerzo para que no pasaran hambre.

Estas dos personas lo dudaron porque sintieron vergüenza. Fue sorpresivo. A mí, claramente, se me aguaron los ojos y observe silencioso cómo llegaron al mostrador y comieron su almuerzo. Allí terminó el recuerdo. Ella me contó cuánto detestaba a las personas que engañaban a los demás con esos váuchers diciéndoles que sirven cuando en realidad son engañosos.

El recuerdo lo tengo fresco con ella, como el día que nos conocimos, en 2008, cuando en pleno centro de Bogotá, al frente de una excursión de jóvenes de Saint Cloud, Minnesota, quienes unos días después se convertirían en mis compañeros de clase y de colegio, decidieron comprarle un mercado a una familia desesperada.

La reacción no fueron sonrisas ni abrazos. Hubo llanto y sollozos. Quizás, porque muchos de estos chicos norteamericanos vieron de frente la cara de la inequidad y desigualdad que impera en nuestras sociedades.

El gesto de Myriam fue puro, silencioso, sin registro ni red social. Fue, además, una ayuda que no exigía gratitud ni validación. Fue auténtico, solidario y compasivo. Sin embargo, desde entonces y en el fondo, me ha dejado pensando cuántas veces ayudamos no por el otro, sino por nosotros.

De pronto —y no hablo de ninguna manera de Myriam, de mi vecina o cualquier otro caso en particular— es por la culpa que nos corroe al ver el dolor ajeno o por el deseo inconsciente de equilibrar las balanzas; incluso por esa forma sutil de soberbia que nos hace sentir importantes porque alguien nos necesitó.

Ahí comienza a enredarse el hilo: ¿ayudamos para aliviar al otro o para aliviar(nos)?

La palabra altruismo, acuñada en el siglo XIX por el filósofo Auguste Comte, no significa otra cosa que la devoción por el bienestar del otro. Deriva del francés autrui, “los demás”, que a su vez nace del latín alter, “el otro, el diferente”; ¡la alteridad! Es, en su esencia, la inclinación benevolente hacia aquello que no soy yo hacia el otro en su otredad.

Nació como un antídoto frente al egoísmo y, sin embargo, en los tiempos actuales corre el riesgo de diluirse entre los gestos superficiales y el impulso de protagonismo que a veces acompaña a nuestras buenas intenciones.

Por eso, no es lo mismo asistir con ayuda que empoderar. No es lo mismo acompañar que cargar. No es lo mismo ayudar porque el otro no puede que hacerlo porque no queremos que se equivoque. Porque —aceptémoslo— a veces confundimos el amor con la sobreprotección, la empatía con la lástima y el cuidado con el control.

Vivimos en una sociedad que romantiza el acto de dar, pero pocas veces se detiene a pensar en lo que significa realmente dar poder al otro. ¿Qué pasaría si, en lugar de resolverle todo, le preguntáramos qué necesita? ¿Qué pasaría si, en lugar de ofrecer ayuda desde la urgencia, esperáramos a que el otro estuviera listo para recibir? Es duro y controversial, ¿cierto?

El problema no es ayudar. El problema es cuando la ayuda crea dependencia, cuando se convierte en una muleta que impide caminar, en una mano que sostiene tanto que termina por sofocar y cuando esa ayuda se convierte en un asistencialismo imperante.

Pienso en los subsidios que no vienen acompañados de políticas de inclusión laboral (tema que abordamos en el podcast de esta columna con Édgar Picón-Prado, líder de Ingreso Solidario en años pasados). En los sistemas que entregan sin enseñar, que dan sin habilitar, que reparan sin reconstruir. Pienso también en las amistades que ayudan para sentirse buenas personas, pero no preguntan si el otro quiere ser ayudado.

Entonces aparece la pregunta de fondo: ¿estamos ayudando o simplemente aliviando?

Para Emmanuel Levinas, uno de los más importantes filósofos del siglo XX, el rostro del otro es una interpelación ética en sí misma. No hace falta que el otro diga nada: su sola existencia, su vulnerabilidad visible ya nos llama, ya nos pide algo, pero esa llamada no es a intervenir, sino a responder con responsabilidad. No a dominar, sino a servir.

El rostro del otro nos recuerda que no somos el centro —y, providencialmente, nunca lo seremos—, que el otro importa por ser otro, no por lo que hace o necesita de mí. Tal vez, ayudar de verdad es descentrarnos de una vez por todas.

Ayudar es, a veces, saber esperar. No invadir. No imponer. No salvar. Es confiar en que el otro puede, aunque le tome tiempo. Es creer que no necesitamos ser héroes, sino simplemente presentes. Es acompañar sin eclipsar.

Ivan Illich, pensador radical austriaco del siglo XX, fue uno de los críticos más contundentes del asistencialismo moderno. En su famoso discurso "To Hell with Good Intentions", cuestionó con valentía a quienes viajan, muchas veces desde el privilegio, a “ayudar” sin entender los contextos locales, sin escuchar, sin aprender.

Para Illich, muchas ayudas bienintencionadas terminan colonizando al otro, imponiendo modelos externos de vida, salvación o progreso. Ayudar, entonces, exige humildad. No basta con tener buenas intenciones: hace falta también la conciencia de que no todo el mundo necesita lo que yo o nosotros creemos que necesita. El riesgo de la ayuda, si no se revisa, es convertir al otro en rehén de nuestras soluciones.

Aunque el altruismo parezca sinónimo de generosidad desinteresada, conviene preguntarnos si nuestros actos responden verdaderamente a esa etimología y fundamento.

Comte lo entendía como una fuerza moral, una pulsión ética que debía guiar la vida social. Pero hoy, en una sociedad tan condicionada por el espectáculo y la validación externa, ayudar puede volverse una forma de autoafirmación más que de alteridad. Un acto que, en lugar de abrirnos al otro, refuerza nuestra necesidad de ser vistos.

A pesar de las trampas del ego, del asistencialismo y de la ayuda mal entendida, hay gestos que encienden una luz que no se apaga fácilmente. Solo es ver, por ejemplo, el caso de Camilo Cifuentes, un joven que ha llevado alegría y vida a muchas personas en Manizales.

Lo ha hecho sin filtros exagerados, sin cámaras apuntándole a la cara, sin discursos rimbombantes sobre su generosidad. Lo que más me agrada de sus videos es, precisamente, que nunca vemos su rostro. No está ahí para ser visto ni celebrado. Está ahí para servir.

Ese acto, en un mundo que cada vez exhibe más y transforma todo en contenido de alabanza y reverencia, es profundamente revolucionario, pues la ayuda no debería buscar protagonistas ni reflectores. Al contrario, debería ser un mecanismo de desinflar el ego, no de inflarlo.

Un camino hacia el despojo, no hacia la vanagloria. Por eso, cada vez que veo una acción generosa que no necesita ser contada, la valoro el doble. Me recuerda que, aunque parezca que la empatía se volvió algoritmo y que la bondad necesita “likes” para sentirse real, aún existen los gestos puros, sin escenario.

Las ayudas anónimas son las mejores. Las que se dan en silencio, en privado, sin testigos ni exigencias. Las que no se gritan en redes, las que no llevan firma, pero sí propósito.

Estoy seguro de que a Myriam no le gustaría que recordara aquellos eventos de su generosidad. La conocí lo suficiente para saber que no actuaba para ser recordada, sino para responder a su fe en una mejor sociedad colombiana, a su compasión, a su sentido ético profundo.

Por eso, me atrevo a decir que el altruismo maduro —si es que existe tal cosa— no es solo dar, sino dar sin nombrarse. Es entender que el otro no es extensión mía, ni lienzo para mis proyecciones.

Ayudar no es corregir ni salvar, sino respetar y el gesto más radical es, quizás, no hacer del bien una bandera personal, sino un hilo invisible que une sin atar, que acompaña sin dirigir, que sostiene sin ruido. Un altruismo así, como decía Jesús, se realiza en secreto, donde el alma crece.

Claro que no todo es tan luminoso. En esta misma reflexión sobre ayudar, quiero contar que hace poco ayudé a alguien, creyéndole sin condiciones. Confié. Abrí la puerta. Pero esa persona terminó robándome una suma considerable de dinero.

No fue una estafa masiva, ni algo que terminara en juzgado. Fue más bien una de esas traiciones pequeñas, pero filosas, que desgarran algo más profundo que el bolsillo: desgarran la esperanza.

No es que lo que más me duela sea el dinero porque mi psicoterapeuta me ha enseñado que “el dinero es de Dios” y yo le creo. No. Lo que me atraviesa es la malicia con la que algunas personas se aprovechan de la bondad del otro. Esa lógica del “si es noble, es tonto” que tanto daño hace.

Confieso que eso me llevó a una crisis de fe en los demás. Me hizo preguntarme si vale la pena seguir ayudando. Si no es mejor cerrar, protegerse, poner límites cada vez más altos. Pero después de llorarlo, pensarlo y orarlo, volví a la raíz. Siempre creo que vale la pena el servicio. Siempre.

Porque el servicio, cuando nace del amor y no de la necesidad de control o validación, no es negociable. Es una forma de habitar el mundo. Es una forma de decirle al otro: te veo, te creo, te respeto. Aunque algunas veces duela, aunque haya quienes traicionen esa confianza, yo prefiero seguir apostándole a un mundo donde ayudar no sea sinónimo de ingenuidad, sino de humanidad.

Y, si me vuelven a fallar, pues que me vuelvan a fallar. Pero yo no quiero dejar de ser quien soy por miedo a que el otro no sepa recibir, pues ayudar, al final, no solo transforma al que recibe: también moldea al que da.

Tal vez, el mayor acto de amor no es ayudar como nos enseñaron, sino desaprender nuestras formas de ayudar para que el otro no dependa, no se anule, no se pierda.

Ayudar, de verdad, implica el coraje de no ser imprescindible. Tal vez, es lo más difícil de todo para nuestros egos interesados en ser validados y visibles. Bien está en el gran capítulo 6 del Evangelio de Mateo: “[3] Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, [4] para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.

Servir es un placer que se disfruta mejor en silencio y contemplación. Así se hace un mundo mejor.

Luis F. Molina