Hace poco pasé los 90.000 tuits en mi cuenta de X (antes conocido como Twitter) que creé en marzo del 2009 en medio de la peor sinusitis posible. Recuerdo que mi primer mensaje fue un saludo a Juanes y, luego, una queja chistosa por la congestión nasal que tenía provocada por el polen primaveral de Minnesota.
Por años me enfrasqué en querer siempre decir lo que pensaba y sentía que nadie se podía interponer en mi frente para expresarme tajantemente. No solía caer en debates sórdidos y sin fondo, pero me atrincheraba siempre desde mi pensar.
Hace un par de meses anuncié que dejaría de usar paulatinamente esta plataforma porque es una destilería de odio y de cegueras conceptuales. No me arrepiento de esa decisión. Ese ruido me ha enseñado a callarme y ha sido una entera lección de sabiduría.
Me satisfago en los días en los que no sé qué pensar ni qué posición tomar. Me cuesta ahora formar una opinión, me demoro en responder, no por desinterés ni por inseguridad, sino porque la vida se ha vuelto tan compleja que dudar me parece un gesto de honestidad. Con los años perdí la amistad que creía irrompible con las certezas.
Vivimos en un tiempo que nos exige certidumbre: certezas rápidas, frases contundentes, posicionamientos firmes. Pero ¿y si no tengo una postura clara? ¿Y si no estoy seguro de qué creo? ¿Y si, simplemente, necesito más tiempo si es que quiero definir una posición?
Confieso así que la apatía a veces es mi partido en medio del mar de posiciones en el que estamos y de los revelados sabios que surgen por doquier en las redes sociales.
Decir “no sé” pareciera, hoy, una falla moral. Como si el pensamiento tuviera que ser inmediato y absoluto. Las redes sociales y algunos entornos comunes han hecho del juicio una necesidad constante, una especie de medalla que se lleva al pecho: “Yo sí sé lo que pienso y lo defiendo con fuerza”. Una falsa superioridad moral e intelectual.
Pero lo cierto es que nadie puede pensar bien con afán. Como decía Montaigne, pensar es andar a tientas o a oscuras y en esos tanteos aparecen los matices, las contradicciones, los tonos intermedios que sufren de ese vilipendio del juicio: “los tibios”.
No me avergüenza que me digan tibio: a la postre amo la tibieza; me gusta una ducha con agua tibia y no me gustan las bebidas hirviendo, como detesto, igualmente, la comida cuando está fría.
En esa zona intermedia, en esos grises, hay vida y es mucha. Una vida más cercana a la verdad que esa falsa nitidez del blanco o el negro. Byung-Chul Han lo ha advertido: vivimos en la era de una supuesta transparencia, del exceso de positividad - que no debe confundirse con ese optimismo mercantilizado y superficial- donde lo ambiguo, lo complejo, lo contradictorio, resulta sospechoso.
El pensamiento polarizado, que divide entre buenos y malos, en correctos e incorrectos, no solo empobrece el diálogo, sino que nos conduce al fanatismo. El verdadero peligro no es cambiar de opinión, sino dejar de hacerlo. Por esto, debemos reconocer la grandeza de cambiar de postura, más que de asumir en ello una falta de rigor o un acto de debilidad.
Sócrates, acusado de corromper a la juventud de su época, no les enseñaba qué pensar, sino a aceptar que no sabían. ¿Qué haríamos hoy con alguien que no tuitea o anuncia certezas, sino preguntas y que se permite más el disenso que el consenso?
Por desgracia, y siendo prácticos, en la política y la conversación actual, no hay espacio para los matices. El que duda, pierde o es señalado sin piedad. El que se toma un segundo más de reflexión, queda fuera del juego o es acusado de servil.
Más que preocupante, eso es peligroso, pues construye sociedades de grito, no de pensamiento y lleva a una sociedad aturdida y sin escucha
Hay una diferencia fundamental entre tener opiniones y mantener principios. Esta es una de las confusiones más extendidas de nuestro tiempo. Los principios, como la dignidad, la justicia, la compasión, son convicciones profundas que nos sostienen aun cuando nos tambaleamos.
Las opiniones o conceptos, en cambio, son construcciones mentales o narrativas que mutan con el tiempo, con la experiencia, con el dolor, incluso. Lo que pienso hoy puede no ser lo que pensaba hace cinco años y eso no me hace menos coherente. Me hace humano.
Sin embargo, hoy se castiga ser humano por el solo hecho de no sostener tozudamente una posición que caía por su propio peso.
Hannah Arendt hablaba de la importancia del juicio sin la necesidad de convertirlo en dogma. Pensar no es encerrarse en una torre de certezas, sino exponerse al mundo, asumir la fragilidad de nuestros argumentos y convivir con la posibilidad de estar equivocados.
En esa línea, la gran Simone Weil escribió que solo quien se descentra puede ver al otro realmente. Para ese descentramiento se necesita humildad, no soberbia ideológica porque como lo hemos dicho en el espacio, es un merecimiento de atención y escucha activa: no se puede oír al otro esperando dar una respuesta contundente. Se debe escuchar sin necesidad de reaccionar, dándole el chance de expresarse sin juicio ajeno.
Nos cuesta mucho admitir que no sabemos. Que no tenemos siempre la razón. En parte, porque el mundo premia al que habla con fuerza, no al que duda en voz baja. A veces el que duda es el que más está pensando. El que más está sintiendo. El que más se cuida de no imponer su mirada.
Quizás, a modo de confesión, por eso me atraen tanto las personas calladas, que suelen pensar cada palabra que dicen.
Habitar los grises no es ser tibio y nunca lo será. Ese es otro juicio más de ese frenesí de etiquetas: Es, en sentido contrario, reconocer que las cosas no siempre son tan claras como parecen. Es aceptar que nuestras opiniones no son verdades inmutables y que en cualquier momento nos abandonan.
Es saber que hay temas donde el silencio también es una forma de respeto. Donde no tomar partido de inmediato es una muestra de sabiduría y no de cobardía.
No obstante, por toda esta presión social, a veces he sentido culpa por no tener una posición clara sobre todo; como si eso me volviera menos responsable o un actor menos digno de esta sociedad del espectáculo y el estado de opinión en el que ahora vivimos.
Pero con los años he aprendido a valorar ese espacio de incertidumbre. Ese lugar donde las ideas se cocinan a fuego lento y permiten, como el oro, sobrevivir al calor luego de que se les dan nuevas formas; donde uno se permite escuchar antes de hablar y donde no hay necesidad de responder todo, ni de sostener con agresividad una idea que apenas está brotando.
En esencia, no tener una opinión no es una falla, es una oportunidad; un acto de autocuidado. No todo debe ser público, no todo debe ser dicho. Hay pensamientos que prefieren quedarse en el silencio fértil de la reflexión y que habitan tranquilos en nosotros. No son una religión ni un dogma, sino una manera de aún mantener vivo el criterio de la intimidad.
Quizás lo más valiente en estos tiempos sea justamente eso: renunciar a la compulsión de opinar sobre todo y reaccionar con ánimos de validar mi verdad sobre la de otro semejante.
Todos tenemos derecho a opinar y eso es inalienable. Pero eso no nos puede llevar a pensar que todas las opiniones merecen ese mismo trato, por blancas o negras que sean, así estén llenas de falacias.
Los argumentos, como buenas ideas u opiniones, son sujetas de medición y no es una zona de trinchera. Argumentar no es alegar, como no es una guerra dialogar o tener conversaciones que puedan ser incómodas. También puede ser un desgaste. ¿O usted se pondría a discutir con las personas que aún dicen que la Tierra es plana?
Hay que entender que no todo se reduce a bandos, ni toda conversación tiene que terminar en zanjas ocultas o guerras sin cuartel. Hay preguntas que se quedan sin respuestas. Hay temas que solo se comprenden con el tiempo. Hay miradas que solo se afinan desde el gris.
Tal vez, por eso, nuestros viejos, en su eterna sabiduría, ya prefieren callar mientras nos ven a muchos jóvenes pregonar lo que supuestamente creemos que es cierto. ¡Bendita vejez!
Recuerdo una vez, hace algunos años, cuando defendía con convicción que el amor verdadero debía ser recíproco, constante, incondicional. Creía que si alguien no podía decir “te amo” o expresarlo con claridad y contundencia, no era amor.
Me costaba aceptar la posibilidad de un amor torpe, en construcción, que no supiera hablar. Pero la vida –con sus pausas, sus contradicciones, sus afectos llenos de grietas – me obligó a repensar esa postura. No fue fácil. Me resistí.
Pero poco a poco entendí que no todo amor se expresa igual y que a veces el verdadero acto de amor es renunciar a entenderlo todo. Cambié de opinión y no me avergüenzo. Al contrario: me sentí más libre. Siento amor desde la gratitud y la vida cambió.
Y tal vez –solo tal vez– en ese gris esté la luz más honesta que tenemos para entender el mundo, tenue, sin tener que encandilarnos o caminar a oscuras. Allí está esa dicha enorme de no tener la razón y de escuchar sin siempre tener que reaccionar.
Así, pues, la metáfora del gris no solo es estética, sino profundamente ética.