Sentir es, quizás, uno de los mayores actos de valentía, enjundia o verraquera que podemos ejercer, tener o sostener. No hablo de emociones pasajeras ni de entusiasmos efímeros, ni nada que sea tomado como prescindible o transitorio. Sentir -de verdad sentir- es casi que un atrevimiento para muchos.
No hablo de cualquier sentir: el eje es el sentir que transforma, que desordena, que revela y nos deja nuestra casa “patas arriba”. Ese sentir que a veces no se puede explicar y, sin embargo, ocupa todo el cuerpo con diferentes ráfagas de calor o frío.
Es ese sentir que desbarata certezas, que deja sin aliento, que se manifiesta como un temblor interior que nadie más escucha. Sentir, así, en su forma más honda, es también exponerse: abrir la piel emocional al mundo sin saber qué va a pasar.
Sentir es exponerse a lo desconocido (e ignorado). Lo decía Kierkegaard con su famoso “salto de fe”: ese momento en que nos arrojamos hacia lo desconocido sin garantías. Simone de Beauvoir hablaba de la ambigüedad de la existencia, ese estado en el que no hay caminos rectos ni respuestas claras. Sentir intensamente es asumir esa ambigüedad. Es lanzarse al abismo emocional, sabiendo que nada está bajo control y que no siempre habrá lógica o dirección. Y, sin embargo, allí comienza lo auténtico.
Por eso, cuando sentimos algo de manera auténtica, cuando traspasa esa barrera física de la piel o los linderos propios de nuestra prevención, nos deja en un mar de interrogantes porque no sabemos adónde nos lleva esa señal.
Cuando sentimos de verdad, lo sabemos en silencio: no hay regreso posible. No se vuelve al punto de partida. Uno cambia, se vuelve más poroso, más permeable. Es como si la experiencia emocional nos ensanchara el alma o, en ciertos casos, nos la resquebrajara un poco.
Y, aunque duela o nos ponga en riesgo, elegimos sentir porque algo en nosotros sabe que ese es el camino más auténtico hacia la vida plena. Una vida insensible, quizás, no es una vida vivida o, tal vez, tampoco haya sido vida sino una mera existencia sin colores ni formas de recuerdos.
Sentir no es una debilidad, sino una forma profunda de conciencia. Lo entendió bien Merleau-Ponty, quien reconocía al cuerpo como lugar de saber. El cuerpo que siente es un cuerpo que sabe, aunque no hable. La emoción es conocimiento encarnado. Temblar, amar, llorar, estremecerse, son expresiones de una inteligencia sensible que rompe con la lógica racionalista. No hay que explicarlo todo para que sea cierto. Hay verdades que solo el cuerpo comprende.
Quizás, por eso, soy defensor del llanto. Escuchamos, a veces, a personas decirles a otras acongojadas: “No llores porque me haces llorar”. ¿Y cuál es el problema si ambas lloran y se conmueven? ¿No queremos sentir o evadimos la tristeza, parte fundamental del sentir?
La sensibilidad —esa que tantas veces es malinterpretada como debilidad— no es otra cosa que la capacidad de estar disponibles ante el mundo. Sensibles son los que perciben matices donde otros solo ven lo obvio. Sensibles son los que no solo oyen palabras, sino intuyen silencios. Los que captan vibraciones emocionales con una delicadeza casi invisible.
La sensibilidad no es una emoción, es una aptitud. Una disposición del cuerpo y del alma que convierte una escena, un gesto o una palabra en una experiencia transformadora.
Desde esa sensibilidad nace el sentir. Porque no sentimos con la razón, sino con la piel, con el estómago, con el pecho. Con zonas del ser que no siempre se dejan traducir en argumentos. Las emociones se procesan, se intentan entender, pero muchas veces solo se pueden vivir. Hay ideas que llegan después del llanto. Hay intuiciones que nacen primero como una punzada en la garganta.
Hace unos días escribí una carta. Una carta que me salió del alma, como pocas veces me ha ocurrido. En ella intenté explicarle a alguien que fue importante en mi vida por qué lo sentí así. No por qué lo pensé, sino por qué lo sentí. Porque a veces, el amor —o como quiera que llamemos a esa forma de afinidad intensa— no necesita pruebas, solo necesita relato. Uno no ama con pruebas: ama con presencia, con resonancia, con memoria.
Escribí esa carta para decirle que durante años lo llevé conmigo, que lo admiré en su sombra y en su luz. Que incluso cuando me dolía, no dejaba de importarme. Aunque no sé si eso llegó a tocarle algún rincón del alma, aunque no sé si se sintió alcanzado por esa honestidad, yo necesitaba contarlo. Necesitaba vivir para contarlo.
Eso es lo que hacemos los que somos personas altamente sensibles. Sentimos mucho y cuando sentimos, sentimos hasta el fondo. No conocemos la neutralidad emocional. Todo lo que pasa, pasa también por dentro. No en silencio: con ecos, con repeticiones, con escenas que se quedan en la cabeza como si el alma tuviera su propio sistema de reproducción continua.
Ser una persona altamente sensible —una P.A.S., como se dice hoy— es tanto una bendición como un martirio. Una bendición porque nos permite una conexión profunda con la belleza, con la ternura, con el detalle que a otros les pasa inadvertido.
Pero, también, es un peso. Porque sentimos tanto que, a veces, nos desbordamos y no tenemos el filtro que otros parecen tener… Lo que para alguien es solo un momento más, para nosotros puede ser el inicio de una conmoción interior
No todo el mundo sabe sentir. O, mejor: no todo el mundo quiere sentir, pues sentir puede ser abrumador. No se puede controlar y podemos llegar a sentir cosas que no queremos admitir. Porque el sentir auténtico nos obliga a mirar nuestra vulnerabilidad de frente, sin máscara.
Por el sentido contrario, hay personas que sienten mucho y no dicen nada. Otras que no saben cómo traducir lo que sienten. Así como cada quien bebe con una sed distinta, también cada quien comunica desde un idioma emocional distinto.
Nadie sabe cuánto puede cargar el corazón del otro. Y eso a veces duele, sobre todo cuando uno quisiera que el otro entendiera, que el otro compartiera el peso, que el otro recibiera ese gesto de ternura que para uno significa tanto.
La sensibilidad y el acto de sentir también nos colocan frente a una pregunta dolorosa: ¿qué pasa cuando sentimos algo que no es correspondido? ¿Qué hacemos con esa emoción que no encuentra espejo? ¿Cómo se sigue viviendo cuando no hay respuesta, pero sí un eco constante?
Pero aquí entra la parte más hermosa, y quizá más valiente, de todo esto: expresar lo que sentimos. Ponerlo en palabras. Comunicarlo. Decir: “esto me atraviesa, esto me importa, esto me transforma”. Sentir cambia la vida, aunque la otra persona no responda. Aunque el otro no entienda. Aunque haya silencio.
Porque expresar lo que sentimos no es solo una forma de diálogo, es también un acto de afirmación personal. Una manera de decirnos a nosotros mismos: “no me niego”.
También, porque hemos vivido negándonos; evitando sentir para no doler. Callando lo que nos conmueve por miedo a parecer débiles o fingiendo que no nos afecta para sobrevivir en un mundo que premia la dureza y la indiferencia... Hasta convertirla en insensibilidad
Sin embargo, hay algo profundamente reparador en decir lo que sentimos. Así no se entienda, así no sea recibido, porque cuando lo decimos, nos liberamos. Nos reconocemos. Y en esa expresión, a veces, encontramos el sentido de todo.
Yo he aprendido que uno no regresa ileso de haberse permitido sentir de verdad. Hay una libertad que se experimenta cuando se logra sentir sin censura y sin miedo; cuando uno se permite llorar con una canción, estremecerse con una mirada, quedarse en silencio con una ausencia.
Sentir, en su forma más pura, es también una forma de fe. Fe en que eso que nos atraviesa vale la pena. Fe en que no todo debe ser útil o productivo. Fe en que el alma también necesita latir y que a la postre la vida tiene ese sentido; ese propósito que nos mueve cada que el sol sale por el oriente.
Seguramente, también, lo más hermoso de sentir es que nos vuelve empáticos y que nos abre la puerta a la compasión, pues, quien ha sentido en carne viva, difícilmente puede ignorar el dolor del otro.
Sentir nos desarma, nos quita superioridades, nos hermana. Nos vuelve más humanos.
Lo que no se cuenta se enquista. La narrativa —como decía Paul Ricoeur— es una forma de redención. El ser humano es, ante todo, un ser que se cuenta. Por eso, expresar lo que sentimos no es solo liberar una emoción, sino reconstruirnos en el relato. Narrar lo vivido es tejer sentido en medio del caos o sanar el desorden interior a través de la palabra.
Vivir para contarlo es, quizás, el acto poético más poderoso que tenemos frente a la incertidumbre de haber sentido y no saber qué hacer con toda esa vida ganada y sin clasificar dentro de los pequeños límites de nuestra razón terca y temerosa. Puede ser en poemas, en una carta, en un mensaje o con emojis -si no asaltan las palabras-. El punto está en compartir el sentimiento.
Hoy escribo esta columna como un homenaje a esa sensibilidad que muchas veces nos enseñaron a esconder. Como un recordatorio de que sentir no es una debilidad, sino una fuente de poder interior y que hay que tener valor para no anestesiarse en medio de esta sociedad paliativa y de acomodo.
Hay que ser valiente para amar, para dudar, para llorar, para decir “esto me duele”, o “esto me importa” y atreverse a pasar por las sensaciones que eso deja: eso es vivir.
Sobre todo, hay que ser muy valiente para vivir… Y contarlo.
