En el lenguaje de las organizaciones modernas, hay palabras convenientes que parecen inofensivas, casi cálidas, pero que, en realidad, esconden profundas distorsiones de la realidad laboral. Una de esas palabras es “colaborador”.
Este término, cada vez más popular, parece destinado a crear una sensación de igualdad y camaradería dentro de las estructuras jerárquicas de las empresas. Pero en su afán por maquillar las relaciones de poder, termina despojando a los trabajadores de su verdadera condición: la de ser parte esencial del engranaje económico, más allá de los eufemismos que intentan diluir las distancias entre el que emplea y el empleado.
La etimología de la palabra "colaborar" proviene del latín collaborare, que significa "trabajar en conjunto, con otros". El acto de co-laborar (co-trabajar) implica un esfuerzo compartido, donde el objetivo común es el motor que impulsa a las partes involucradas. Sin embargo, cuando se utiliza la palabra “colaborador” en el contexto empresarial, se tiende a diluir este significado genuino por uno más edulcorado o matizado a conveniencia.
En lugar de una verdadera cooperación, el término se convierte en un eufemismo que oculta la realidad: los empleados no están "ayudando" desinteresadamente; están vendiendo su tiempo y su fuerza laboral por una compensación económica variable.
No se trata de filantropía, sino de un contrato laboral. Y es precisamente esta distorsión la que nos lleva de la filantropía a la misantropía: lo que se presenta como un acto conjunto y altruista es en realidad una relación transaccional disfrazada por más vueltas que las nuevas narrativas empresariales quieran darle con el fin de ocultar el acto de venta de un servicio.
El uso de “colaborador” también busca evitar las connotaciones más directas de las palabras "empleado" o "trabajador". Estas últimas reflejan mejor la realidad de las relaciones laborales: el empleado intercambia su tiempo y su esfuerzo por una remuneración; el trabajador está inmerso en una estructura de poder que define su rol dentro de la empresa. Por colaborador que se sea, no se tiene más poder.
Al usar el término "colaborador," se diluye la claridad sobre la relación contractual y se difumina la responsabilidad que tiene la empresa hacia quienes laboran en ella. La palabra sugiere una igualdad que, en la práctica, no existe -ni existirá-.
Karl Marx -advierto que no soy marxista, no comunista ni nada de eso- ya señalaba los peligros de enmascarar la relación laboral con ilusiones. La palabra "colaborador" es una manifestación contemporánea de esa misma alienación que Marx denunciaba: los trabajadores, lejos de ser socios en un proyecto común, son piezas reemplazables de un sistema que sigue beneficiando a unos pocos. Por eso, nadie es imprescindible en una empresa.
No hay una verdadera colaboración cuando las decisiones fundamentales se toman en las alturas, mientras a los "colaboradores" se les pide más compromiso, más sacrificio y más esfuerzo, sin una contrapartida justa o sin siquiera ser escuchados, porque, precisamente, los “colaboradores” son una masa productiva y nada más, para muchas empresas.
Este término, que intenta suavizar la relación de poder, en realidad refuerza la distancia entre el que manda y el que obedece. Byung-Chul Han, en su crítica a la sociedad contemporánea, habla de cómo hemos pasado de ser explotados por otros a autoexplotarnos y aceptar rótulos como “colaboradores” sin mediar reflexión alguna.
Y es precisamente en este escenario donde el término “colaborador” encuentra su lugar: ya no se trata de una explotación impuesta desde fuera, sino de una autoexplotación voluntaria, disfrazada de cooperación para ser esos “buenos” empleados que se “ponen la camiseta por la empresa”, dan más después de la última milla o cualquier otra excusa romantizada por los creadores de relatos corporativos de aliento (y desaliento).
Trabajamos más, nos exigimos más, pero bajo la ilusión de que somos partícipes de un proyecto común, cuando en realidad solo seguimos alimentando una maquinaria que nos desgasta y deshumaniza, en la medida en que no escucha, no atiende y reduce a los humanos que la hacen real en meras métricas y números en los cuestionables departamentos de “Recursos Humanos”, es decir, la oficina de personal.
El problema no es solo que se utilice la palabra "colaborador" para referirse a los trabajadores, sino que esta palabra forma parte de un relato más amplio, uno que pretende mostrarnos organizaciones que se preocupan por el bienestar, la familia, la comunidad, mientras perpetúan dinámicas de explotación y desgaste emocional.
Muchas de estas empresas que proyectan una fachada de humanismo en realidad fallan en principio desde uno de los momentos más cruciales: los procesos de selección. A menudo, lo que falta en estos procesos es precisamente humanidad.
Los candidatos se ven reducidos a simples números dentro de ecuaciones psicotécnicas, sin ser mirados a los ojos, sin recibir un trato respetuoso ni un seguimiento adecuado de sus tiempos -mala señal-. En lugar de valorar a las personas por su historia, su potencial o su capacidad humana, se las trata como mercancía o factores matemáticos, útiles solo en función de métricas y resultados obsesivos.
Al final, estas decisiones derivadas de pruebas despersonalizadas traen consigo la elección de personal que, lejos de ser productivo o humano, refleja las mismas carencias del sistema que los contrató y que básicamente dejó incluida la influencia del azar, la aleatoriedad y de la misma suerte, por desgracia que parezca.
Estas empresas, con fachadas bien relatadas, pueden encerrar los miedos más crudos, nunca tratados y escondidos bajo la alfombra que alimentan de toxicidad.
En esa alfombra se acumulan las inseguridades de un sistema que teme enfrentarse a la fragilidad humana, que oculta sus imperfecciones con discursos bonitos mientras bajo la superficie brotan dinámicas tóxicas que erosionan la salud emocional de sus empleados.
Muchas de estas empresas, que se venden como ejemplos de responsabilidad y empatía, son las mismas que ignoran las historias individuales, las vidas complejas que deberían ser el verdadero núcleo de su acción. Como decía Sartre, vivimos entre lo que proyectamos ser y lo que realmente somos, y es en esa tensión donde se pierde la autenticidad.
Es tiempo de desmontar estos relatos y devolver a las palabras su verdadero significado. Aceptar que un trabajador es un trabajador, que merece dignidad y respeto, no sólo por lo que produce, sino por lo que es.
Que ningún término elegante o discurso institucional puede ocultar el hecho de que, al final del día, son las acciones, no las palabras, las que definen la verdadera ética de una organización.
Si vamos a empezar por tratar bien a la gente, a los trabajadores, lo primero es hablarles sensatamente, tratarlos humanamente, no con eufemismos, ni con trampas lingüísticas, ni giros idiomáticos, que a la larga no producen nada más que discordias, y, lo peor para muchos empleadores, ineficiencias en la productividad.
¡Por favor, que la humanidad entre humanos no siga siendo una utopía! No somos máquinas, ni guarismos, ni algoritmos ni resúmenes de Excel.
Somos seres con relatos, historias y narraciones con puntos y giros verificables -para eliminar el peligro de la verborrea y el engaño-. Concentrémonos en preservar esto, es que nuestra esencia.