Se ha dicho de todo sobre la amistad. Desde los griegos que la entendieron como virtud, hasta Jesús de Nazareth que la vivió como entrega.
Se suele afirmar que las amistades no sufren por la distancia ni por la falta de encuentros. Sin embargo, creo que sí pueden dolerse del descuido. Hay amistades que se marchitan sin grandes conflictos, sino apenas por la falta de tiempo, cuidado o empatía.
Hace un par de años me encontré con una analogía curiosa: hay vínculos amistosos que son como cactus y otros que son como bonsáis. Los primeros pueden pasar largas temporadas sin agua; sobreviven incluso cuando nadie los mira. Los segundos, en cambio, requieren constancia, luz, y manos que se acerquen con delicadeza. Ambas formas análogas de amistad son bellas, pero no todas sobreviven en cualquier clima ni al abandono o a la asfixia que ahoga.
Con el tiempo he comprendido que toda amistad, sin importar su tipo, necesita cuidado. Cuidar no significa controlar ni exigir presencia constante, sino ofrecer atención. Eso, en el mundo actual, es casi un acto de sublevación. Vivimos en una era donde la atención se volvió un bien escaso, una moneda que las pantallas nos arrebatan sin pudor.
Nos cuesta detenernos a escuchar de verdad, a mirar al otro sin pensar en lo que diremos después. Por eso cuidar una amistad es casi un gesto revolucionario: es decirle al otro que lo vemos, que cuenta con nuestra presencia.
Decir que una amistad no necesita cuidado es una forma elegante de justificar la pereza emocional. Como cualquier relación humana, la amistad se construye sobre la atención, la reciprocidad y la delicadeza de los gestos cotidianos.
No es la frecuencia lo que importa, sino la calidad de la presencia. Esa calidad no se mide en mensajes reenviados ni en “likes” de cumpleaños o en historias efímeras, sino en la capacidad de detenerse para habitar la vida del otro.
Hay amistades que sobreviven a la distancia porque se alimentan de una atención silenciosa, pero viva. Sin embargo, pretender que todas puedan hacerlo es una fantasía que confunde independencia con descuido, pues no todas las amistades son cactus, por suerte.
Algunas son pequeñas plantas de interior que necesitan ser regadas con palabras, miradas o tiempo compartido. Cuando eso falta, no mueren de golpe; simplemente se apagan, como una lámpara de baterías fundidas.
Lo más difícil es entender que cuidar una amistad no siempre es fácil. Implica vulnerarse, reconocer los ritmos ajenos y aceptar que no siempre coinciden con los nuestros.
Aristóteles decía que la amistad perfecta es la que busca el bien del otro por el otro mismo. No hay verdadera amistad sin interés genuino por la vida del otro.
En tiempos en los que la conexión es fácil pero la presencia es rara, la amistad verdadera se convierte en un acto de consciencia. No basta el afecto; hace falta intención.
La amistad no se mide por la cantidad de tiempo compartido, sino por la capacidad de volver sin miedo, de esa magia de retomar la confianza como si el tiempo no hubiera pasado. Erich Fromm decía que amar es un arte que requiere conocimiento, esfuerzo y práctica. La amistad también lo es. No surge por accidente ni se conserva por inercia. La amistad, como toda forma de amor, no florece sola: se cultiva para poder ser vivida y admirada en su mejor momento.
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Columna disponible en formato podcast y entrevista en podcast.luisfmolina.com