Cuando estábamos en el colegio, la palabra “disciplina” era casi un dictamen moral. Nos ponían un número para medir presentación personal, porte del uniforme, capacidad de respetar cátedras. Nos inculcó mesura, retención de pensamientos y, en cierta manera, nos alejó de nuestro ser más auténtico. Recuerdo a quienes no encajaban: compañeros más espontáneos, ruidosos, movedizos, que el sistema etiquetaba rápidamente como indisciplinados.
Años después, me doy cuenta de que esa visión era demasiado pobre. La disciplina real -la que de verdad transforma- es un convencimiento interno. No nace del castigo ni de la presión externa, sino del deseo profundo de sostener aquello que nos importa. Ser disciplinado no es repetir una rutina: es reconocer una motivación y volver a ella incluso cuando la emoción se apague.
Hay muchas disciplinas. La del cuerpo que aprende a escucharse, no a imponerse. La emocional de no reaccionar por impulso. La intelectual de seguir preguntando. La espiritual de volver al centro propio. La afectiva de cuidar vínculos. Todas son distintas maneras de sostenerse.
Lo interesante es que nadie nos enseñó eso. El colegio medía silencio, puntualidad, compostura. Nunca midió la valentía de seguir un propósito, la constancia del cariño, la coherencia interna. La disciplina verdadera no depende de veredictos externos: es una relación íntima con uno mismo, una negociación permanente entre lo que duele, lo que cuesta y lo que vale la pena.
Foucault planteaba que confundir dispositivos externos de poder con la disciplina interior es un error común. La verdadera disciplina no se puede imponer ni evaluar con un número. Para los griegos era areté, la excelencia humana en acción: no obedecer reglas externas, sino gobernarse a uno mismo. Sócrates insistía en que nadie puede ser libre si primero no aprende a dirigirse, a examinar su vida. Quizás ahí está el giro: ser disciplinado no es obedecer, es mantenerse fiel a un proyecto, a un sueño, a una versión propia que todavía está en construcción.
Hannah Arendt advertía que el mayor peligro no es la maldad consciente, sino la renuncia al pensamiento. La disciplina mal entendida puede convertirse en eso: una renuncia silenciosa a la reflexión. Byung-Chul Han describe la “sociedad del rendimiento” donde ya no nos disciplinan con castigo, sino con la exigencia de autoexplotarnos. Una disciplina que no nace de un propósito propio, sino del miedo a no estar a la altura. La disciplina se volvió territorio de comparación moral, como si la visible -la que tiene resultados tangibles- fuera más válida que la interna, la silenciosa. Eso es un error enorme. La disciplina no se mide por lo que se ve, se mide por lo que sostiene.
Nadie debería sentir superioridad moral por su forma de disciplina. La disciplina física no es más noble que la del cuidado, el pensamiento crítico, el afecto, o la de mantenerse honesto consigo mismo. Cada quien tiene su lenguaje de disciplina. Cada quien lucha sus propias batallas. Juzgarnos mutuamente es una forma simplista de entender un concepto con capas infinitas. Disciplina sin conciencia es obediencia. Disciplina sin deseo es castigo. Disciplina sin alma es repetición. Pero la disciplina con propósito construye una vida con amor y auténtica entrega, fuera del ‘yoísmo’ y más hacia la compasión.
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Columna disponible en formato podcast y entrevista con el emprendedor y aprendedor Mario Lignarolo en podcast.luisfmolina.com