Nadie quiere sufrir. ¿Y quién desearía el sufrimiento? Nadie anhela el dolor. ¿Y quién, en su sano juicio, podría ansiarlo? Sin embargo, ambas experiencias -el sufrimiento y el dolor- son tan inevitables como significativas en el proceso de construir una vida emocional lúcida o, al menos, habitable sin negación. Como suelo decirlo con insistencia a mis amigos: “cada uno hace lo mejor que puede en el momento en el que está”.
Rechazar por completo una vida dolorosa es casi un acto quimérico y antinatural. Lo queramos o no, el dolor llega. Está ahí para medirnos y mostrarnos que tenemos umbrales y tolerancias. Es natural. Es reactivo. Brota como una señal del cuerpo o del alma cuando algo no está bien y merece cuidado; merece atención y, aunque resulte complejo de controlar, es una reacción profundamente humana.
El dolor no es un destino, sino una estación de paso o un vehículo. No vinimos a residir en él, sino a atenderlo con la dignidad de quien se sabe merecedor de alivio. Nombrarlo no es rendirse, es responsabilizarse. Escucharlo no es idolatrarlo, es permitir que nos muestre lo que todavía necesita cuidado. El problema no es sentir dolor, sino ignorarlo tanto que termine hablándonos a gritos hasta romper nuestro umbral de tolerancia.
Existen fármacos, terapias, anestesias y prácticas espirituales que ayudan a calmarlo o modularlo. La medicina del dolor se ha desarrollado para contrarrestar las fatigas físicas, pero hay dolores que no se ven y, por esa misma razón, suelen evitarse -para luego causar otros dolores más crónicos y, en ocasiones, irreparables-.
Duelen tanto, pero nadie los trata. O nadie sabe cómo. Son los que permanecen invisibles para los demás y, a veces, también para uno mismo, hasta que un día explotan, nos paralizan o nos hacen llorar sin aviso previo. Es allí cuando piden sin piedad ni misericordia lo que llevaban tiempo esperando: atención y cuidado. El dolor, per se, es un mensajero. No es un fin.
No todos los dolores nos duelen igual. Hay dolores que sabemos leer y, por eso, aceptamos con más facilidad. Como el ardor en los músculos o la famosa hipertrofia tras una sesión intensa de ejercicio: molesta, sí, pero lo interpretamos como señal de progreso. Sabemos que ese dolor significa algo y, quizás, por eso, no lo rechazamos del todo. Lo procesamos. Lo integramos.
Pero hay otros que nos cuesta recibir: una cefalea inexplicable, un dolor de estómago persistente, una opresión en el pecho sin razón aparente. Esos nos incomodan más, porque no les vemos sentido. No los entendemos. Queremos que desaparezcan de inmediato y buscamos paliarlos con químicos y sin procesar su razón de existencia ni que haya detrás.
Tal vez el problema está ahí: no nos enseñaron a dialogar con el dolor. A detenernos con él, a preguntarle qué nos quiere decir. Nos entrenaron para correr hacia el alivio inmediato, pero no para quedarnos el tiempo justo que permita entender el mensaje. Por eso terminamos medicalizando emociones, anestesiando lo incómodo, o callando lo que necesita palabra.
No se trata de romantizar el dolor ni de hacer de él una bandera. Esta no es una apología al sufrimiento ni una invitación a quedarse a vivir en la herida para tocárnosla en medio de un sinsentido.
Como muchos, yo también he experimentado esos dolores invisibles. Algunos me han surgido en relaciones en las que creí estar a salvo, en vínculos que me mostraron mi fragilidad, mi exceso de expectativas, mi hambre de afecto.
Esos dolores que no se curan con una pastilla ni hay manera de pasar una banda o aplicar un analgésico. Hay heridas que no se ven en una resonancia, pero que laten día y noche. Pese a todo, he descubierto que incluso esas heridas enseñan porque son mensajeras de algo que merece atención plena en el presente.
En la tradición cristiana, el dolor no se glorifica, pero tampoco se desperdicia. La cruz no es un símbolo de masoquismo, sino de redención, así ya sea incomprensible para la plasticidad actual.
Jesús no huyó del sufrimiento, lo abrazó con amor, con un corazón expuesto al abandono y a la incomprensión. En el Evangelio no hay promesa de que no sufriremos, pero sí hay una promesa poderosa: que no lo haremos solos.
En el momento más doloroso, incluso colgado en la cruz, Jesús no maldice, sino que entrega. El sufrimiento, entonces, puede ser también un acto de entrega, una semilla silenciosa de compasión, una escuela de humildad.
Concibo que, en el dolor, Dios se vuelve más íntimo que nunca y lo digo por experiencia propia. No porque el dolor sea bueno o malo, sino porque nos hace vulnerables. Y en la vulnerabilidad, Dios entra sin pedir permiso y nos cura de las maneras más insospechadas. De esto doy fe.
Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, decía que el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido. No siempre lo vemos en el instante, pero ese sentido suele revelarse en el tiempo, como una cicatriz que deja una forma nueva de mirar.
A veces solo reconocemos que, cuando algo duele, salimos de nosotros para ver al otro. Que la compasión nace de habernos roto primero. El dolor es parte natural de la existencia.
La primera noble verdad del budismo dice que el sufrimiento, en efecto, existe. Pero también enseña que el sufrimiento nace del apego: a lo que fue, a lo que pudo ser, a lo que no fue. De las expectativas. Aprender a soltar, dicen los budistas, no es resignación, es sabiduría. Resignación no es aceptación.
Como me lo dijo hace poco María Leonor Velásquez, el dolor, sana; el sufrimiento, hunde. Quizás, por esto, los estoicos, no huían del dolor. Lo entrenaban. Epicteto decía: “Lo que molesta a los hombres no son los hechos, sino su interpretación de los hechos”, mientras que Séneca aconsejaba preparar el alma como se entrena el cuerpo: para resistir, pero también para aceptar con dignidad lo inevitable.
A veces el sufrimiento no es una tragedia épica ni una aventura de narración extraordinaria en privado o en redes sociales: Es la soledad después de un mensaje sin respuesta. El cansancio que nadie nota. El insomnio que uno calla por no parecer débil. El duelo sin ataúd cuando alguien sigue vivo, pero ya no está.
También está en el cuerpo: en la gastritis del estrés -que se los diga yo-, en la piel que reacciona, en el corazón acelerado por una ansiedad que no se explica. El cuerpo no miente. Siempre es él quien traduce el dolor que no supimos decir con palabras. El cuerpo siempre se conecta al dolor, pide atención y ayuda a una mente evitativa que piensa que se irá sin cuidado. ¡Y qué error!
No huir del sufrimiento no significa idealizarlo y vuelvo a la pregunta inicial: ¿quién quiere sufrir? Por lo contrario, significa permanecer con uno mismo. Sentarse en la oscuridad sin buscar de inmediato el interruptor.
A veces hay que pasar por la noche para valorar el amanecer y no porque sea una fórmula poética, sino porque es así como ocurre: la herida nos hace esperar. La espera nos hace crecer. El dolor no se calma instantáneamente, así el mundo actual nos quiera hacer convencer de lo contrario.
Vivimos en un mundo que ha hecho del placer y la eficiencia sus estandartes. Lo que duele, estorba. Lo que incomoda, se calla. Como dice el filósofo Byung-Chul Han, habitamos una “sociedad paliativa”, una cultura que pretende eliminar todo rastro de negatividad, de esfuerzo, de tristeza.
Nos enseñan a mostrar solo la cara feliz, a huir del conflicto, a ver el dolor como un enemigo a derrotar, no como un maestro que nos confronta y nos pone en una encrucijada que a veces rivaliza el cuerpo con la razón. El resultado es un mundo emocionalmente anestesiado: sonreímos más, pero sentimos menos. Acompañamos menos. Escuchamos menos.
Estamos, también, en una sociedad del alivio inmediato. Hay todo tipo de cosas a la mano para tratar de contrarrestar la presencia del dolor y evitar a toda costa el sufrimiento. Como lo cuenta la psiquiatra Anna Lembke, ser esa sociedad del goce inmediato nos lleva a anestesiar las molestias hasta que ya no hay manera de mitigarlas y todas pierden su gracia.
A veces, más que el dolor, lo que cuesta es la espera en medio de nuestras ansiedades; esa tierra de nadie entre lo que duele y lo que todavía no se cura. Una pausa donde todo parece suspendido, como si el alma aguantara la respiración mientras está allí la recepción de eso que nos perturba y nos conecta con el cuerpo.
Pero el dolor, cuando se vive con conciencia, tiene un poder transformador. Nos raspa el ego, sí, y nos genera rabia y escozor; nos obliga a mirar hacia adentro, nos quiebra para reconstruirnos. Es incómodo, sí. Pero también es revelador.
Solo el dolor nos avisa y nos muestra las partes que no sabíamos que dolían, los límites que no sabíamos que necesitábamos, las pausas que habíamos postergado. Es en ese umbral del llanto silencioso donde a veces aparece el criterio emocional. Una forma más madura, más sensible y también más real de ver el mundo y de habitarlo.
He aprendido que no se trata de buscar el dolor, sino de no temerle cuando llega, de no postergarlo como si se tratara de una tarea común. De no negarlo. De permitirnos sentirlo sin culpa ni vergüenza. Porque a veces es ese mismo dolor el que nos vuelve más compasivos. Más cuidadosos con nosotros y con los demás. Más sabios en la forma de vincularnos.
Quizá deberíamos dejar de perseguir la idea de una vida sin sufrimiento, y comenzar a abrazar la posibilidad de una vida con sentido, aun con dolor. No porque el sufrimiento sea bueno en sí mismo, sino porque puede ser fértil. Puede enseñarnos a vivir con más profundidad, más presencia, más verdad y más salud.
Recuerdo una noche en la que no podía dormir, como muchas de mi vida. Todo me dolía por dentro y ni el cansancio físico lograba distraerme. Al día siguiente, un amigo me preguntó si estaba bien. No le conté nada, solo le dije: ‘no mucho’.
Me respondió con una foto haciendo una cara de pucheros y un silencio. Nunca olvidé esa escena: no porque calmara el dolor, sino porque por un instante, no lo llevé solo. Y, a veces, esa es la mejor cura; sin químicos ni rituales. Y allí estaba Dios sanándome nuevamente.
El amor -no el romántico, sino el que se entrega sin explicación- también es medicina porque cuida y atiende. A veces, cuando el dolor nos supera y la oración se nos queda muda en la boca, es el cariño de otro el que intercede por nosotros.
Un abrazo, un mensaje simple, una presencia que no exige palabras lo pueden todo. Hay personas que no lo saben, pero cuando nos acompañan sin juicio, están haciendo lo que ni los fármacos ni las fórmulas saben hacer: sostenernos, pues no es necesario estar “bien” para ser amado.
Esa es la lección principal de la clase del maestro dolor.
