Tengo 32 años y tres meses y medio de edad cuando publico esta columna y episodio de podcast. 
Con frecuencia observo a muchos amigos y conocidos contemporáneos contraer matrimonio o anunciar el nacimiento de un hijo. Mi mamá me dio a luz cuando ella tenía 28 años. Mis padres tienen un diferencial de edad de 15 años. Mi papá trabajó toda su vida en la misma compañía y lo hizo por casi 42 años.


Otros conocidos ya tienen casa propia y algunos cambian de carro con frecuencia. Otros tantos viajan y hacen una lista de países donde han estado. Otros devoran libros en silencio y algunos presumen para tener algo que contar.
A mis 32 años también he vivido becado en dos ocasiones en el exterior por estudios. Temprano, supongo, a los 30 años logré el sueño profesional de mi vida y este año corriente comencé a formar un espacio llamado hogar. 


Un amigo que cumplirá 28 años ya tiene una empresa montada, mientras yo doy pinos con mi marca personal. Hemos trabajado juntos como partners y cada uno se apoya desde su propio ritmo, sin exigirle al otro una velocidad distinta.
Con 32 años disfruto más escuchar música en formato de long play en un tocadiscos y gozo los boleros más que el reguetón. No me siento acompasado con mis congéneres y es de las cosas que más disfruto y han formado mi identidad personal. 
A esta edad entendí la función del dolor y el sufrimiento en mi vida y valoro más la confianza que el amor. Apenas me estoy dando cuenta de la importancia de escuchar mirando a los ojos y de no siempre responder. Supongo que todo es parte del viaje.
Recuerdo que durante mis primeros meses viviendo solo en Londres que sentía una presión sorda en el pecho: la idea de que debía apresurarme, de que había un “deber ser” que no estaba cumpliendo del todo. Fue allí donde empecé a comprender, casi por necesidad, que apresurar la vida era una forma de violentarme y someterme.
En algún momento, creí que todos estos logros debían seguir un orden establecido, como si la vida trajera un guion predefinido que solo bastaba con interpretar. Era el papel de la actuación; nuestro performance aceptado para validarnos interna y externamente. Aprendí -sin que nadie me lo enseñara- que la vida es estudiar, luego trabajar y, a la par, formar una familia y con ella sostener un hogar.
Incluso, a veces me sorprendo porque la existencia mera, en este momento, se resume en vivir para trabajar o trabajar para vivir. La labor remunerada está en el centro de las cosas. 
Para contrarrestar ese peso existencial, tomé hace un par de años la decisión de que los momentos de ocio son tan prioritarios como trabajar para poder sustentarme la vida que quiero. Aprendí a agendar tardes de charlas lentas, a honrar las siestas, a proteger mis horas de lectura y pintura como quien defiende un tesoro.
Con todas estas proyecciones externas y comparaciones internas, he aprendido que los caminos no siempre se recorren en línea recta ni al mismo ritmo para todos: Que la intensidad de cada historia se marca de manera distinta y que vivir con intensidad no significa correr, sino honrar el compás único que nos habita. 
Como diría Carl Jung, “el privilegio de una vida es convertirse en quien realmente eres” y ese proceso nunca ocurre bajo relojes o términos ajenos.
Casi todos -menos los que habitan presentes en el presente- vivimos en una época en la que el tiempo parece siempre escurrirse entre los dedos. Nos enseñaron que la vida ideal es la del corre-corre rápido: estudiar joven, amar joven, triunfar joven, asentarse joven.
Supuestamente, el secreto es “la eterna juventud”. No honramos el camino, sino que queremos aparentar que no hemos caminado. ¿Para qué? Nadie lo sabe del todo, más allá de suponer que hay un único compás que todos deberíamos seguir para sentirnos validados. Pero no todos los corazones laten igual. No todos los sueños germinan a la misma velocidad ni son de la misma naturaleza.
Byung-Chul Han lo advierte en su título sobre la que denomina Sociedad del Cansancio: la hiperproductividad termina volviéndose contra nosotros mismos. Nos agota perseguir metas que ni siquiera sabemos si deseamos, solo para no sentirnos fuera de lugar. 
Es la validación de que estamos produciendo… Porque nos han dicho que siempre hay que producir; que el tiempo debe ser productivo; que la existencia misma debe ser productiva. ¡Patrañas!
En esa carrera ciega confundimos intensidad con velocidad, pasión con agotamiento, propósito con mera ocupación o un llegar a una meta. Pero ser intensos no es vivir exhaustos; no es responder a un mandato de rendimiento continuo. 
Ser intensos es otra cosa, mucho más honda y más libre: es tener claro hacia dónde vamos, sentir la vida con fuerza, abrazar lo que nos mueve con determinación, considero ahora. Ser intensos no es necesariamente ser imprudente o avasallador. 
La intensidad verdadera es otra cosa: es tener claro hacia dónde vamos, sentir la vida con fuerza, abrazar lo que nos mueve con determinación sin causar tormentas ni borrascas en los demás; es una brújula interna que nos recuerda quiénes somos y qué deseamos, pero que se puede descalibrar fácilmente si esa intensidad va hacia afuera, en lugar de ser un impulso interior.
La intensidad, bien vivida, es una afirmación de la vida. Es la manera en que nuestro espíritu confirma sus afinidades. No se trata de imponer ritmos a los demás, sino de respetar el propio pulso. De ser fieles a nuestras pasiones sin que el miedo al qué dirán, a la comparación o al reloj social nos desvíen.
Hoy veo a muchos amigos construir familias, encontrar certezas, tener logros que parecen marcar la medida del éxito. Por esto, a veces me pregunto si yo también debería estar allí o si voy tarde. 
Luego, luego recuerdo -como diría Kierkegaard- que “la forma más profunda de la desesperación es elegir ser otra cosa que uno mismo” y que forzar la floración solo termina por arruinarla. Cada quien tiene su estación y su primavera; es allí donde aflora el criterio.
Precisamente, traicionarse en ese camino es uno de los errores menos conversados y más reprimidos por nuestra sociedad, pues el sacrificio de nuestra autenticidad y libertad es una perfidia que debe dialogarse para que se termine de una buena vez.
Claro, no todo necesita la misma intensidad. Saber en qué ser fuego y en qué ser agua es parte de la sabiduría de vivir. Hay momentos y causas que merecen nuestra entrega total: nuestros sueños, nuestra autenticidad, nuestros actos de amor. Pero hay otros ámbitos donde la vida nos pide paciencia, silencio, espera. Como enseñaba Eric Fromm, vivir no es solo tener; vivir es ser, y el ser no puede apresurarse.
La intensidad, entonces, es un ritmo personal. Es vital ser intensos en lo que nos hace vibrar y también es vital descansar en lo que aún no está listo. No todo se fuerza. No todo se resuelve corriendo. Con la prisa no somos precisos; somos erráticos y hay errores que pagamos con creces.
También, porque algunas cosas llegan solo si dejamos de perseguirlas. No podemos habitar las intensidades de vidas ajenas. Cada quien debe encontrar sus propias llamas y aprender a sostenerlas sin vergüenza. Por eso la forma del cuerpo del otro no necesariamente es la que me conviene. 
Así, entonces, no me causa vergüenza cuando alguien, desde su juez exterior, me etiqueta como un intenso. No siento pena y debería dejar de ser una razón de apocamiento si está dentro de un marco personal y no de acoso a las circunstancias externas o decisiones exógenas.
La vida se mide mejor por la fidelidad con la que caminamos nuestro propio sendero. No vamos tarde. No vamos lentos. Vamos a tiempo. A nuestro tiempo. 
Tengo 32 años y tres meses y medio. Hoy sé que cada latido, cada paso, cada elección, cada error y cada duda han sido parte de la historia que yo mismo he escrito sin libretos heredados. Estoy ahí para mi familia, para mis amigos y mi partner. Cada uno da de lo mejor que tiene sin necesidad de aleccionar al otro.
Quizás no haya un guion. Tal vez nunca lo hubo y eso, lejos de ser un vacío, es una posibilidad infinita: la de vivir con la intensidad de quien ya no quiere correr, sino habitarse entero. Es vivir al ritmo propio y dignificarse en ello.
 

Luis Felipe Molina R