Cuando ustedes leen esta columna han pasado casi 19 días desde que dejé de tomar pastillas para poder dormir. Posiblemente, a nadie le importa, pero es una de las mayores conquistas propias en lustros. El descanso no se me ha dado fácil y desde hace más de ocho años -o quizás más- estaba medicado religiosamente para poder dormir cada noche. En realidad, le dejé a la ciencia y a la química una labor propia que debí haber cultivado con los años, pero que, con el paso del tiempo, desestimé sin haber entendido que dormir, al igual que ejercitarse u otros actos promovidos como autocuidado, hacen parte de la construcción de la autoestima y el valor propio.
“Duerme cuando se muera”, “en este mundo hay que estar despiertos”, “el que duerme más de seis horas pierde el tiempo”, son algunas frases que he escuchado cuando hablo sobre la prioridad que ahora le doy al dormir y al descanso nocturno -y a una buena siesta, de ser posible-. Lo subestimamos y no lo entendemos. Hasta se considera que se trata de pereza o una obsesión por el ocio. Pero dormir mal es una epidemia que se nos nota a todos cada mañana. Ir con ojeras no debería ser motivo de orgullo para nadie y menos a expensas de sacrificar el bienestar corporal y mental. Además, este es un país con una extraña fijación por madrugar, situación que aún no comprendo. ¿Por qué todo, siempre, tan temprano? ¿Por qué no dejamos dormir un poco más?
Según la Asociación Americana del Sueño, aproximadamente el 30% de los adultos experimentan insomnio en algún momento de su vida, y entre el 10% y el 15% lo padecen de forma crónica. Aquí es donde viene un error craso: la normalización de ese problema. Además, el uso de medicamentos para dormir ha aumentado significativamente en la última década, especialmente en países desarrollados como Estados Unidos y España, que lideran el consumo de fármacos hipnóticos. Estos datos reflejan la magnitud del problema y la creciente dependencia de soluciones farmacológicas para combatirlo.
Bien es sabido que los problemas para conciliar el sueño pueden ser causados por diversos factores, como el estrés, ansiedad, trastornos emocionales y psiquiátricos. La falta de hábitos de sueño saludables, como mantener un horario constante para dormir
y despertarse, también puede contribuir al insomnio y a no tener un descanso reparador. La falta de sueño no solo afecta el estado de ánimo y la concentración, sino que también tiene repercusiones graves a largo plazo en la salud física. Estudios han demostrado que el insomnio crónico está asociado con un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2, y trastornos inmunológicos. La privación del sueño puede exacerbar problemas de salud mental, como la ansiedad y la depresión, creando un ciclo perjudicial difícil de romper y del cual es muy difícil salir.
A esto debemos sumarle la hiperconexión a la que vivimos sometidos: los celulares están con nosotros como si se tratase de apéndices de nuestra cabeza, nos esclavizan y determinan nuestra agenda y conducta, puesta nuestra vida ahora se resume allí.
Hay todo tipo de sobreestimulaciones que toman lugar a la hora de dormir. Al descanso no le hemos dado el lugar que merece y creemos que dormir se surte con caer tumbados sobre una cama y salir de la consciencia. Quizás el pretexto vendido y adaptado de ser hiperproductivos, multitarea y altamente competitivos nos quite el sueño. Es posible; lo que no puede suceder es que nos robe la idea de la importancia del descanso que sí o sí debe llegar y que en cualquier escenario el cuerpo lo cobrará como medida para establecerse dentro de su homeóstasis.
Aclaro que no estoy en contra del uso de fármacos para dormir porque son un remedio para muchos, como lo fue para mí. En lo que insisto es en que debemos tener otras opciones que nos lleven a priorizar una mente tranquila y centrada que, cuando llegue a la cama, entienda que es una tarea esencial dar por terminado el día y permitir el buen descanso. En cualquier camino hay que reducir la dependencia que lleva a la adicción.