El perdón, ante todo, es un acto de corazón que implica un proceso complejo, pero gratificante. Se puede describir, además, como una palabra corta que a su vez es absolutamente poderosa, muy fácil de pronunciar, pero muy difícil de llevar a la práctica; en muy buena medida porque no hemos logrado entender quién es el beneficiado al aplicarla. Si de una vez por todas entendiéramos que al perdonar los beneficios los recibe quien perdona, estoy seguro de que las cosas serían muy distintas.
Por esta razón no deberíamos dudar en hacerlo una y otra vez. Haciéndolo desocupamos nuestra alma y nuestro corazón, logrando que se limpie de toda esa mugre que hemos venido acumulando a través del tiempo gracias al rencor y a un supuesto orgullo mal entendido; rechazando de plano la venganza y liberando valiosos espacios, para vivir más ligeros de equipaje, porque si hay algo que debemos tener presente es que el perdón es una de las mejores herramientas para liberarnos. Si, al contrario, evitamos perdonar, nuestra mente se mantendrá ocupada con pensamientos negativos, perturbadores, muy dañinos, que en el momento menos pensado nos harán actuar de mala manera, llegando al punto de enfermarnos, privándonos de la fortuna de estar libres de rencores y en paz.
Esta decisión de vivir sin perdón se ve reflejada en nuestra forma de actuar; dejándonos llevar por una mala actitud enmarcada en la angustia y la desesperación, haciendo muy difícil nuestra interacción con los demás, como resultado de una escasa empatía, que a su vez se fortalece gracias al hecho de permanecer con una carga que internamente nos hace mucho daño, mental y físico. De hecho, si lo miramos desde otro punto de vista, lo que estamos haciendo es darle demasiada importancia a quien nos ha hecho daño. Desde la perspectiva de quien perdona, soy de los que piensan que el perdón debe incluir una sanación integral; es decir, debe incluir no sólo el hecho de liberarnos del rencor, sino que también debe incorporar un verdadero proceso de olvido para que sea realmente mágico.
Conozco personas que con mucha seguridad manifiestan que perdonan, pero no olvidan. Ante esto y con mucha honestidad les pregunto: ¿no creen que esta forma de pensar nos está robando una buena cantidad de energía? Todas esas cosas que dejamos de hacer y que representan tiempo, esfuerzo, renuncias, escogencias, para hacer que el recuerdo siga vivo, incluso toda esa energía invertida contra el olvido, alimenta precisamente eso que no se olvida, con todo el desgaste que esto implica, llevándonos a desperdiciar una buena cantidad de toda esta fuerza que podríamos utilizar en otras cosas mucho más importantes. Si libero toda esa energía, si no la invierto en sostener el recuerdo, puedo dirigirla hacia otra situación, a otra actividad mucho más productiva y provechosa para nuestra tranquilidad, en procura de una verdadera paz interior.
En desarrollo de un adecuado proceso de perdón, en ocasiones es fundamental escudriñar las perspectivas de los otros; es decir, sus puntos de vista, con el único fin de tratar de entender sus actuaciones, no necesariamente para estar de acuerdo con ellos y de esta manera poder dirigir nuestro foco hacia un proceso con resultados positivos. Por todos los motivos anteriores, quiero invitarlos a que asumamos el maravilloso riesgo de perdonar. Con la certeza de que, en el peor de los casos, obtendremos inmejorables resultados y nos llenaremos de esa paz interior que tanto anhelamos; esa paz que nos va a garantizar una buena salud mental y física, con los enormes beneficios que esto conlleva.