A los imperios les suele ocurrir aquello que dijo Suetonio sobre Julio César, el romano: que había ejercido tanto poder que se había enamorado de él. Alguien aseveró que los impuestos y la muerte son dos constantes inevitables en la historia. Se puede añadir el caso de los imperios.
En la historia universal cada dos páginas hay una batalla generada por algún poder imperialista. Con sus estropicios. Los británicos, muy ufanos, aseguraban que en su imperio nunca se ponía el sol; los sufridos irlandeses, con humor, acotaron: eso porque Dios desconfía de los ingleses, pero más de noche. Los británicos se creyeron con la elevada misión de civilizar a los pueblos atrasados, pero a cañonazos. O fomentando el consumo del opio, como en China.
Hoy el imperialismo presenta características especiales. Como las posibilidades son globales, solo serán dos los competidores: Estados Unidos y China. Que se excluirán. Aunque podrían definir la supremacía por las armas, no usarán el tradicional procedimiento de engullirse países a la fuerza, sino que la dependencia de sus satélites será económica: garrote y zanahoria, siempre acatar y… de pronto, hasta agradecer. Rivalidad no solo política sino asunto de civilizaciones.
Una circunstancia que la agrava: ambos se consideran, por tradición, con una misión proveniente desde lo más alto. Los Estados Unidos, desde comienzos del siglo XVII, incorporó el sermón de John Winthrop, el país como “la ciudad sobre la colina”, ejemplo para el mundo; luego fue su “destino manifiesto”. China lleva la herencia de la “Tianxia”, gobierno moral de todo bajo el cielo. Y qué mejor que Marx, en el “Dieciocho Brumario”, para recalcar la importancia del pasado: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Más con las ansias y nostalgias del poder.
Habrá un ganador. O porque alguno desfallezca y “tire la toalla”, como la Rusia comunista, cuyos últimos años de farsa le sirvieron a Borges para asegurar que los imperios se derrumban cuando sus propios súbditos se ríen de ellos. O por la llamada trampa de Tucídides, historiador del enfrentamiento entre Atenas y Esparta. Los miedos y las desconfianzas entre dos poderosos excluyentes generan la conflagración. Graham Allison, en “Destinados a la Guerra”, analiza 16 rivalidades similares, 12 de las cuales se definieron mediante las armas.
Paul Kennedy, en “Auge y caída de las grandes potencias”, concluye que en la decadencia de alguna de ellas está la economía. Cuando un imperio se extiende más allá de sus capacidades materiales, desertan la opinión interna y la internacional, porque sin buenos caudales no habrá ni poder amistoso ni militar. Conclusión: el árbitro que decidirá la mejor economía entre uno u otro país, será su superior inteligencia artificial. Una nueva misión, peligrosa o benéfica, para esta gran colaboradora, ahora también definidora de imperios.
No solo los aranceles. El choque ya es actual. El duelo ya se hace explícito. Trump: “hagamos a América otra vez grande”. Xi Jingping: “China avanza con paso firme hacia el centro del escenario mundial, con gran confianza y gran apertura”. Ambos duelistas enamorados del poder planetario. Para muchos ya comenzó la nueva guerra fría.