¿Hace cuánto que no oigo ni veo suspirar? ¿Por qué el suspiro ha desaparecido también de la literatura? Simple: porque la nostalgia, su madre putativa, está en decadencia.
El suspiro, que no es tan enigmático como la sonrisa, es también polivalente. Los hay de cansancio, de reproche, de aburrimiento y de resignación. Me refiero aquí solo al procedente de la nostalgia. Es así como ya no se suspira por el amor perdido, porque hoy el amor es otra cosa. Los y las jóvenes consideran ridículo creerlo eterno, sin sustitutos; piensan que amor no merece llanto, pena o nostalgia cuando nos abandona. Lo anterior lo ven tan grotesco como un Don Quijote. Consideran la añoranza como un castigo, algo así como la mujer de Lot, penada al mirar hacia atrás en homenaje de nostalgia por Sodoma, la de la vida pecaminosa.
Los anticonceptivos igualaron sexualmente a la mujer con el hombre. Y eso está muy bien. Ha ingresado ella a las profesiones, a la vida económica y tiene otros valores. Se ha emancipado. Y eso está muy bien. Pero el suspiro de amor, ese que era una de las mayores pruebas del suave sentir amoroso femenino, ha desaparecido de esos añorados labios. Tristes de nosotros, ya no merecemos sus suspiros.
Michell Foucault, en “Las palabras y las cosas”, me permite inferir: cambia el ser humano y también el amor; y el deseo, consustancial a la atracción amorosa, se ha convertido en un dependiente de los algoritmos. Zygmunt Bautman (2003): el amor ahora es líquido, se busca la seguridad afectiva pero se le huye a los vínculos sólidos, considerados enemigos de la libertad personal.
Si la nostalgia es el dolor por el amor remoto, hoy se ha minimizado el espacio y se va y se viene y se comunica fácil. Ya no hay suspiros de distancia y lejanía. Y el tiempo, que generaba añoranzas por el amor perdido o por algún pasado feliz, ya no genera morriña porque en este mundo se nos ha enseñado a vivir solo para el futuro.
Y los filósofos no colaboran. Nietzsche pronosticó la llegada del superhombre, duro, sin debilidades y sin suspiros. Marx dijo, además del opio, que la “religión es el suspiro de los oprimidos”; lo único amable, pero generó tantos revolucionarios, tan fieros que ni sonríen ni suspiran. Lenin, Stalin, sus maestros. San Agustín clamó que éramos peregrinos aquí, nostálgicos de Dios. Ateos y agnósticos, que aumentan, han renunciado a esa dulce añoranza. Yo me quedo con Agustín en el suspiro por Dios.
Y los románticos del siglo XIX, Byron, Hugo, enfebrecidos por el amor exaltado, suenan tan lejanos, tan extraños. De sus nostalgias quedarán solo unos nostálgicos versos del romántico Heinrich Heine: “Abeto solitario…/Duerme…/lo cubren hielo y nieve./Sueña con una palmera/que en el lejano oriente/callada sufre”.
Fisiológicamente, al suspirar obedecemos una orden de nuestro cerebro límbico, para recibir más aire y energía y así atender mejor la emergencia emocional. Bellamente el cuerpo auxiliando el alma. Como hoy no se suspira, ese mandato no se requiere. Aunque, tal vez, la música logre rescatar la añoranza y el suspiro.
Despidamos, sin embargo, la nostalgia y el suspiro con un hondo y nostálgico suspiro.