Ante ese ejemplar Gabriel García Márquez sentenció: El diccionario, ¡he aquí el libro que nunca se equivoca! Acertó y falló. Esto último, porque María Moliner Ruiz logró, con su “Diccionario”, que el de la Real Academia Española (RAE) fuera casi un yerro.
Y atinó, porque el de la Moliner no se equivocó en la verdad humana de nuestro idioma, encontró su alma como algo vivo, no autoritario, al fundar -esa es la palabra- todo un lexicón rutilante, cálido, poético, que comprende porque interpreta mejor la llamada de la voz orgánica del idioma, y lo que encarnan sus palabras, y como se construyen y enlazan.
Vamos con la comparanza. RAE, escueta, define: “Luna. Satélite de la tierra que alumbra cuando está de noche sobre el horizonte”.
Nuestra Moliner: “Satélite de la Tierra, que se ve iluminado por el Sol desde las partes de la Tierra que ya no son heridas por sus rayos”. No “heridas por la luz”, esto es designación poética para la palabra noche, que reemplaza el simple vocablo de la prosaica institución guardiana del español.
A la A, nuestra letra insignia, la RAE le dedica media página, mientras la Moliner página y media. Descubre ella lo que no trae la docta institución: que la A es más polifacética y funcional, letra para tantas expresiones consecutivas.
Ejemplos trae: de comparación, de uno a otro; de estilo, a la jineta; de hipótesis, a decir verdad; de orden, ¡a trabajar!; causales, a consecuencia de. Ejemplifica la Moliner verbos que la piropean, la atraen, la exigen, como sabor a limón; (y añado yo: como amar, pues este gran verbo la solicita: amar a…). ¡Y nos recuerda cómo exalta esa letra la palabra amor! Insustituible, asegura, cuando se refiere a elevados propósitos: amar a Dios, a la patria...
Y buen humor. Andrés Newman, en “Hasta que empieza a brillar”, sin confirmar trae este borrador, de ella: “coito… procedente del noble coittus-coittus, participio del optimista coire: unirse, hacer alianza, ir a la vez”. Insisto: …noble… participio del optimista. Esto es gracia, salero y ocurrencia, impensables en la RAE.
Bibliotecaria, modesta, no por su condición intelectual sino por lo de empleada, 15 años de dedicación al diccionario, en solitario, debiendo retirar los papeles de su trabajo para poder organizar la mesa del comedor.
María Moliner, genio del idioma, cuando se propuso su nombre para integrante de la Real Academia Española, muy machos ellos, en la votación quedó tercera. Mas su libro resultó más consultado que el de esa venerable institución.
Itinerantes, allí, 92.700 entradas, más de 190.000 acepciones. Con decires populares, giros, matices, pedagogía, contextos, se desliza uno por su texto como si los vocablos, exquisitos, danzasen en medio de la exquisita geografía del idioma. Eso le faltó a la RAE.
Si el lenguaje es instrumento de nuestro pensamiento, y además lo crea, el correcto, plausible diccionario contendrá casi todo lo que aquellos pueblos, hermanados en el habla, han pensado y lo han depositado, como en una mágica alcancía, en la muy sagrada memoria de sus palabras.
De estas, su gran notaria, recopiladora, amamantadora, madre hacia su cuna, señora principal de nuestra lengua, curadora de nuestra habla, grande lo fue, doña María Moliner.