Aplica, para la historia de la inhumanidad, el comienzo de la novela “El Mensajero”, de L.P. Hartley: el pasado es un país extranjero en donde se hacen las cosas de manera muy extraña. Aplica para la esclavitud, ejercida como negocio por árabes y europeos, en especial a partir del siglo XV y durante 350 años. Aplica para autoridades tan importantes como Aristóteles, quien afirmaba, hace 2400 años, que el esclavo “es una máquina que carece de alma”.

La esclavitud, la mayor afrenta causada por el hombre a otros hombres. Lo que puede el negocio por sobre lo ético y humano. Ni siquiera el respeto ante la muerte. Historiadores refieren cómo tiburones escoltaban los barcos negreros detrás de su banquete, ya que ante la escasez de agua o alimentos, una porción calculada de negros vivientes iba siendo arrojada al mar; tan hacinados que quizás eso fuese su liberación. Igual procedían con aquellos que parecían enfermos.

Expulsados de su tierra nativa, llegaban a tierra enemiga en soledad de cuerpos y almas; sin amigos, sin madre ni padre ni hermanos; sin novia, ni compañera. Y quienes se quedaban atrás, también en igualdad de abandono, de desierto y congoja. Dos inmensas, permanentes nostalgias, aquí y allá.

Y los niños esclavizados, considerados como una mejor inversión. Comen menos, no se insubordinan y duran más. A la madre desposeída de su hijo, el poeta de color Hughes Langston le consagró: “Mi sangre aún canta en tus venas./ Soy tu madre negra./No me olvides”.

Ocho años promedio de vida para un esclavo ante sus despiadadas faenas. Como en los clásicos, “lastimado de tristura”, y “viviendo penada vida”, el suicidio se justificaba. En la esclavitud y por ella no habrá deberes, y la única ley interna, para el esclavo, será la de la insurrección. Esta, la voz de su sombra, siempre compañera que lo estimaba y animaba cual una difícil esperanza a donde fuere, en donde estuviere, en los sufrimientos y en las penas de su desarraigo y sus lo forzadas labores.

Alejo Carpentier en “El reino de este mundo”: “Ti Noel se divertía pensando que, al lado de las cabezas descoloridas de los terneros, se servían cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa”. Tal vez la mayor injuria espiritual causada al esclavo, para tratar de domesticarlo, fue privarlo de su idioma e imponerle el de su propietario.

“Santo lenguaje, honor de los hombres”, escribió Paul Valery. Les arrancaban su lengua natural, que es la irrenunciable e íntima voz que nos habla desde la niñez, desde la raíz de nuestra sustancia. Inviolable idioma materno, una revelación de búsqueda, el alfabeto de nuestra memoria. Cada palabra extraña así pronunciada, una afrenta, una herida en la boca. Incluso sus plegarias en habla ajena, las sentirían ellos como extrañas, inadecuadas ante Dios y su misericordia.

Lo anterior, un mínimo de padecimientos y pesares. Por ello, cuando veo un negro o una negra, que, no obstante sus agraviados antepasados, hoy son buenos ciudadanos, siento inclinación a santiguarme, con respeto.