Desde hace mucho tiempo había mantenido yo una relación amorosa, enigmática, lejana, con la catedral de Chartres. Serenidad y grandiosidad en la belleza, misterio y esperanza, humanidad y alegría, arte en la piedra, adusta y sonriente. Dos torres, manantiales elevándose, danza de maravillas hacia el cielo. Sutil su materia -la grande, la mínima-, trabajada por la luz, con el juego de sus vitrales la roca en su recinto “recoge la luz; y la absorbe; y la transforma“; y la expande; y a su interior lo convierte en espíritu. ¡Chartres, su tan misteriosa y mística catedral!
Figuras escultóricas, más de 4.000, 200 de ellas en el coro. 167 ventanas con 2.600 metros cuadrados de vitrales, con más de 100.000 piezas. Vidrios del “azul de Chartres”, que no han podido igualar. 5.000 paneles narrativos. Las distancias que utilizaron fue el llamado codo, 0.738 metros, que es una cienmilésima del grado del paralelo de Chartres, con mistérica, estudiada concordancia. Solo un día, cada 21 de junio, el solsticio de verano, por una pequeña rendija ingresaba un rayo de luz que daba a una placa circular, luz que luego se elevaba y hacía resplandecer las venas de las ojivas y los remates de los muros. Fueron orfebres inspirados ¿cuánto de esotéricos tendrían y cuánto de iluminados estarían en el manejo de la etérea, inaprensible luz? Y omito muchos otros raros signos y datos.
Esta alquimia superior, en su excelsitud, ¿fue animada por la gracia de alguien? ¿De dónde tanto arte, tanta grandeza, tan exquisita miniatura? Tanto espíritu. Eran mis interrogantes y los datos no me concordaban. Por los años 1200, época de su construcción, la villa de Chartres tendría unos 8.000 habitantes. Muy pocos para erigir semejante gran monumento, en lo material, histórico, arquitectónico, religioso, bíblico y sobre todo en su armonía y belleza.
Debería existir alguna explicación. ¿Habría alguien más? Fue entonces cuando leí hace unos días el último libro del respetado ensayista filosófico Byung-Chul Han, “Sobre Dios. Pensar con Simone Weil”. En relación con la obra de esta reflexiva mística, (ed. Nomos, 2025. Páginas 28 y ss), dice: nuestra capacidad creadora surge de la atención profunda; y la atención extrema es la religiosa, que es un “anhelo suplicante”. De allí brota la elevación que ella alienta. Y concluye con dos dos osadas aseveraciones: sin religión desaparece la genialidad; de allí la ausencia hoy del gran arte.
A su turno, Paul Ricoeur: “Solo un objeto capaz de simbolizar la totalidad de la felicidad, puede extraer tanta energía, elevar al hombre por encima de sus capacidades ordinarias”.
Catedral de Chartres, relicario de prendadas flores, ceremonia del profundo linaje de creyentes, tributo de piadosos en su divinal devoción, por esta última transfigurados sus constructores oficiantes en sabios, en artistas, en músicos de la piedra con su perenne susurro hacia el más allá. Sin pronunciar palabras, este templo es un lugar que habla; que habla de Dios. Y allí también con Él dialoga, y a Él le ofrece su homenaje, como una plegaria de belleza y de alta sumisión.