Aristóteles sostuvo que el centro del pensamiento estaba en el corazón y que el cerebro solo enfriaba la sangre. Una nevera. Pascal le reconoció al cerebro el intelecto geométrico, lógico, pero le dio preeminencia al intuitivo del corazón. En sus “Pensamientos” escribió: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Como si ese corazón increpase al cerebro, en ciertos asuntos, ¡por qué no te callas! Fueron los cardiocentristas que dominaron durante 1800 años.
Ya para el siglo XX los cerebrocentristas se impusieron. Fransis Crick, Premio Nobel, descifrador del ADN, sentenció: “No eres otra cosa que tus neuronas”.
Hoy existen algunas aproximaciones científicas sobre el cerebro que estremecen. Franco Vazza y Alberto Feletti, de la Universidad de Verona, en el 2020 publicaron el artículo “Comparación cuantitativa entre la red neuronal y la red cósmica”. Mostraron allí al universo configurado como nuestro cerebro: similitud morfológica y estadística entre ambos; las galaxias que se agrupan como las neuronas; sus redes formadas con modelos matemáticos casi iguales; y otras idénticas constantes complejas de la física. No se atreven los autores, pero vuela la imaginación e insinúa: ¿no será que el universo es un muy inmenso cerebro que piensa? Platón en el “Timeo”, refiriendo el “alma del mundo”, lo proyecta.
Pocos años atrás, el cerebro fue considerado el amo absoluto. Monarca, dictador, vigilante de todo el cuerpo y su director autónomo. Sin consejeros ni ayudantes -se afirmó- definía conciencia, inteligencia, personalidad y todo lo que nos hace humanos.
Hoy ese sitial del cerebro ha sido rebajado. El corazón lo condiciona en ciertos aspectos, la respiración también y otras vísceras piden pista. Sin embargo, el primer desafío provino del intestino. O más concretamente de unos microbios. La microbiota, que es el conjunto de bacterias, hongos, microbios y similares, que residen en nuestro cuerpo, el 90% en el intestino. Son 100 billones que pesan 1.5 kilos (lo mismo que el cerebro); poseen 2 millones de genes, 100 veces más que nosotros.
Grande su influencia. El Instituto Karolinska, de Suecia, concluyó que “la microbiótica intestinal modula el desarrollo cerebral y el comportamiento”. Contribuye a la formación de las neuronas en el niño. Ratones con ella alterada no recuerdan ni el camino para alimentarse. Al intestino lo llaman el “segundo cerebro”, porque con su microbioma recuerda y tiene su propio inconsciente, influye en la personalidad, los estados de ánimo y la sociabilidad. Elabora el 90% de la dopamina, la hormona de la felicidad y otros neurotransmisores. Es fundamental en el aprendizaje, pues origina las ondas alfa, las de la concentración. Activa las zonas de la memoria, las emociones y el lenguaje.
El cerebro seguirá siendo el más eminente de la creación. Escribió la Ilíada, compuso la Novena Sinfonía en la cabeza de Beethoven y formuló las teorías de Newton y Einstein. Pero ya no es el supremo director. Más bien un presidente o un primer ministro en democracia, que debe atender otros poderes.
Impresiona que desde ese intestino, y además unos microbios, en donde se genera la materia fecal, se reúnan, se comuniquen con nuestra cabeza y condicionen ciertas grandezas del cerebro. Lección para ser humildes ante la naturaleza, que con tranquilidad utiliza para bien sus elementos. Incluso dentro de nosotros mismos.