Los signos pueblan este universo. Quizás lo seamos también nosotros, los humanos, creados para significar algo. Además los inventamos. El mayor, el lenguaje, hablado y escrito. Este último, a su vez, viaja con los signos de puntuación, si considerados como auxiliares pero tan relevantes e importantes como el idioma manuscrito mismo.
Lo demuestra la coma, ese minúsculo espermatozoide que a veces ejerce como todo un poder judicial. Al cambiar de sitio decide sobre la vida o la muerte.
Tres casos. Alejandro III, zar, escribió: indulto no, ejecutarlo; y salió; su esposa, la gentil María, esperó y corrió la coma en las dos letras del no hacia la izquierda: indulto, no ejecutarlo. Federico de Prusia ordenó: colgarlo, no perdón; y se fue a dormir; su cónyuge, con benévola sonrisa -las mujeres siempre prevalecen- deslizó la coma, esta vez hacia la derecha, y la coma decidió: colgarlo no, perdón. Jacinto Benavente, en “Los intereses creados”, pena de muerte dependiendo de una coma. Vista la causa, se escribió: “y resultando que no, debe condenársele”; se va la coma y se salva: “y resultando que no debe condenársele”. Entonces exclama: “¡Oh admirable coma! ¡Maravillosa coma! ¡Genio de la justicia! ¡Oráculo de la ley! ¡Monstruo de la jurisprudencia!”.
Esta coma -tan símbolo- me puso a dudar sobre la naturaleza humana. Aristóteles aseguró que somos animales racionales. El respetable Ernst Cassirer sostuvo que somos animales simbólicos; lo simbólico, que por sobre nuestra existencia es lo que configura nuestra esencia. En “Ensayo sobre el hombre” sostiene: “El ser humano es lo que es únicamente en virtud del universo simbólico que ha creado”. En él se construye. El símbolo organizándonos y configurándonos. La palabra y la escritura construyendo nuestra identidad profunda.
Lo confirma la neurociencia. Nuestro cerebro es musical (la música, invisible, poderosísimo símbolo), repele lo desorganizado y aprecia y guarda lo rítmico y armónico. Y esto se consigue, en la escritura, si se organizan sus símbolos como en una orquesta, en la cual el escritor es el director, las palabras los músicos y los signos de puntuación los necesarios instrumentos. Entran o salen, en el texto, de una u otra forma, según lo disponga la respectiva batuta. La poesía, además, demuestra lo simbólicos que somos. Nos conmueve y transforma y se nos imprime más un poema -sinfonía metafísica al corazón- que todo un sesudo tratado filosófico.
La aprecio, la coma, por lo sutil. Es como un pez nadando dentro del líquido del texto. Exige una pausa, pero tan breve y aérea que solo se atreve a acariciar, con fugaz aleteo, el ritmo del respectivo pensamiento. La respeto por lo femenina, ¡tanta su autoridad sobre el escritor! Mientras este corrige, la ama, la admira, la mima, la necesita, la conjetura, la intuye, pero ella, inaprensible doncella, se le escapa, le origina incertidumbres; ¡cuánta tortura!
Por último, existe la coma sacrílega. Marcos, 16-6. María Magdalena va a la cueva, sepulcro de Cristo, la cual vacía demuestra que Él sí resucitó. A la entrada la recibe un joven de blanco que le informa: “Resucitó, no está aquí”. Otra blasfema, advenediza nueva coma, se introduce y lo niega: “Resucitó, no, está aquí”.