En la actualidad, el 22% de los colombianos vive en el campo, una cifra baja al compararse con hace 80 años, cuando más del 50% de la población del país habitaba en las zonas rurales.

Esta migración masiva responde, en gran parte, a la negligencia estatal, a las condiciones adversas para acceder al desarrollo, a la violencia y a la falta de oportunidades.

Si no se actúa con prontitud, enfrentaremos un desabastecimiento alimentario sin precedentes por el abandono del campo y una crisis social provocada por el hambre.

Durante su campaña, el entonces candidato Gustavo Petro prometió transformar la ruralidad, incluso llegó hasta el municipio de Anserma, dónde durmió en una finca para "sentir cómo se vive en el campo".

Sin embargo, transcurrido alrededor del 70% de su mandato, aquellas promesas siguen sin convertirse en acciones reales; hasta ahora, lo único destacable es una pintura de un campesino en la Casa de Nariño y la expedición de una norma que los reconoce como sujetos de derechos, pero sin avances concretos que impacten su vida cotidiana.

Una de las principales necesidades del campesinado es el mejoramiento de las vías rurales, a pesar de ser una necesidad elemental, continúan muchas veredas incomunicadas por el mal estado para acceder a ellas, lo que impide el transporte oportuno de sus productos hacia los centros de consumo.

El presidente Petro prometió entregar más de dos billones de pesos a las Juntas de Acción Comunal para que fueran ellas las encargadas de mejorar las vías del campo; no obstante, esa promesa quedó en el aire.

En lugar de cumplir, el Gobierno buscó crear el Invir -Instituto Nacional de Vías Rurales-, una entidad para ser un nuevo fortín burocrático, sin capacidad de respuesta a los problemas reales de los campesinos.

El abandono del campo por el Gobierno nacional es total, múltiples sectores agropecuarios han decidido irse a paro para exigir el cumplimiento de los compromisos y denunciar el empobrecimiento progresivo que padecen.

Instituciones como el Ministerio de Agricultura y la Agencia de Desarrollo Rural, llamadas a ser motores del desarrollo rural, han mostrado una ejecución lenta y están atrapadas en intereses políticos que desvían sus objetivos.

A ello, se suma el intento del Gobierno por romper con la institucionalidad construida por la Federación Nacional de Cafeteros, una entidad que por más de 97 años ha sido ejemplo de organización y defensa del sector rural, pese a estas tensiones, el gremio ha demostrado que el campo es rentable, logrando ingresos históricos gracias a la asociatividad, el compromiso colectivo y una gestión técnica sólida.

La brecha urbano-rural se sigue ampliando, por ejemplo, las Pruebas Saber 2024 publicadas por el ICFES evidencian que estudiantes de la zona rural obtienen en promedio 25 puntos menos que sus homólogos del área urbana, creciendo esa diferencia con respecto al año anterior; esta situación se presenta también en las condiciones en salud, servicios públicos y oportunidades económicas que siguen siendo precarias para los campesinos, mientras el Gobierno continúa sin una estrategia para cambiar esta situación.

El desarrollo nacional solo será posible si se reconoce, respeta y fortalece el papel fundamental del campesinado, sin la participación de los habitantes del campo no habrá las transformaciones necesarias para ser un país próspero y sostenible.