Tal vez algunos recuerden El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen, en el que un rey vanidoso contrató unos sastres para fabricarle un vestido tan ligero y fino que sería invisible para los tontos. Por miedo a ser calificados de incompetentes, ninguno de sus hombres se atrevió a admitir que no podían ver el traje.

Cuando el emperador salió del palacio, todos a su paso alababan la belleza de su vestido por miedo a parecer estúpidos, hasta que un niño gritó: “¡Pero si va desnudo!”. El cuchicheo creció hasta que el emperador escuchó la verdad y, aunque siguió caminando con la cabeza en alto, sintió vergüenza.

¿Quién de nosotros no ha sentido vergüenza alguna vez? La he experimentado muchas veces, cuando era niña y hacía algo que molestaba a los mayores; cuando había estudiado mucho y, teniendo clara la respuesta, sentía que si hablaba se iban a burlar de mí; cuando me quedaba sentada en una fiesta, mientras todos bailaban. Después vino la adolescencia y con ella el acné. Todavía recuerdo que solo quería esconderme para que nadie me viera.

A menudo, en el pasado y hoy, he sentido que algo andaba mal conmigo. ¿De dónde viene la vergüenza? Puede surgir de la presión social y el deseo de ajustarse a las expectativas ajenas, así como de nuestras inseguridades y la autoridad que damos a otros para que, con sus juicios, nos definan.

Compararnos con los demás nos hace sentir insuficientes y temerosos de mostrarnos como somos. A veces, algo o alguien nos recuerda situaciones dolorosas del pasado en las que nos sentimos expuestos. La vergüenza es esa voz interna que dice: "¿Qué van a pensar de mí? No soy suficiente; que nadie se entere; voy a aparentar que no pasó nada".

Aristóteles, en “Ética a Nicómaco” describe la vergüenza como un miedo a la deshonra que reprime los impulsos indebidos y frena la corrupción, permitiendo que las personas se ajusten a las reglas sociales. Sin embargo, en exceso puede ser nociva.

Desde el lado positivo, la vergüenza nos conecta con la vulnerabilidad que nos permite ser empáticos y compasivos, fomenta el cuidado propio y del otro, así como la conexión humana y el compromiso social.

Sin embargo, puede ser dañina en dos situaciones: Cuando nos quedamos atascados peleando con nosotros mismos y con aquello que tratamos de ocultar, lo que puede conducir al odio y a la autoagresión o cuando el ego nos gana y empezamos a creer que somos perfectos y podemos tratar a los demás a nuestro antojo, lo que sucede en esos líderes que Moisés Naím denomina autócratas del poder.

Para salir de la vergüenza y entrar en el camino de la resiliencia, Brené Brown plantea: 1. La vergüenza es universal, todos la sentimos, quienes no la experimentan es porque no tienen empatía y son incapaces de conectarse desde su humanidad. 2. A todos nos asusta hablar de ella, ponerla en la conversación y aceptar que somos solo seres humanos imperfectos. 3. Cuanto menos hablemos de ella, más presente estará en nuestra vida; ignorarla y ocultarla, endurece nuestro corazón, nos impide reconocer y valorar al otro como un ser humano igual.

Buscando la perfección hemos perdido algo valioso, la oportunidad de mostrarnos tal como somos, hablar de lo que nos hace imperfectos y nos da vergüenza.

¿Qué pasaría si dejáramos de tenerle miedo a vernos, y que nos vean sin máscaras? Tendríamos un mundo más humano y menos duro, más compasivo y menos cínico; seríamos más humildes y menos arrogantes, más proactivos y menos pasivos; le daríamos oportunidad al otro de ser él y valoraríamos más la valentía de todos los que se atreven a correr riesgos.