Cuenta un relato hindú que, en una aldea de la isla de Nardos, un hombre cargaba sobre sus hombros dos baldes soportados por un viejo pedazo de madera. El balde de la izquierda tenía muchos agujeros, mientras que el de la derecha era perfecto. Diariamente el hombre subía la montaña y luego descendía, para llegar a un hermoso lago y sacar agua pura para llevar a su familia. En uno de sus viajes el balde roto le reclamó al hombre por qué nunca lo había reparado porque todos se reían de él por su ‘defecto físico’ y él estaba avergonzado. El hombre se sorprendió y le preguntó por qué sentía vergüenza por su defecto, pues gracias a éste, durante todos estos años, en cada recorrido había podido regar la tierra por donde pasaba y ayudar para que muchos jardines florecieran. Mientras que, el otro balde, con su perfección no pudo regar ni una flor, ni mucho menos dejar un lindo camino florecido a lo largo de su trayecto. ¿Cuántas veces o durante cuánto tiempo hemos sentido vergüenza por no ser perfectos, por habernos equivocado, por pensar que no cumplimos con las expectativas de los demás o las nuestras?
A mí me ha pasado y me sigue pasando, y al final me lleno de vergüenza, me ‘doy látigo’ y mi autoestima se va al piso; pero, como soy muy persistente me digo que ya aprendí y que la próxima vez lo haré perfecto. Lo que sin duda es una ‘tontería’, porque no se trata de ir por la perfección la siguiente vez; se trata de reconocer que nunca será perfecto y que la perfección es un verdugo terrible que nos imponemos a nosotros mismos para tratar de estar a la altura de los demás, para cumplir unas expectativas irreales que nos alejan de la compasión y de nuestra propia humanidad.
Esta necesidad de perfección es un tema cultural que trasciende el ámbito de la persona y la familia, se extiende a la educación y a las organizaciones, y al final nos encontramos con una sociedad en la que, por el afán de que todo sea o parezca perfecto, nos olvidamos de ser auténticos y disfrutar el camino. La perfección es una coraza que nos hace rígidos e intolerantes frente a las fragilidades naturales, nos impide ver más allá del resultado, nos desconecta de lo que nos hace humanos, nos lleva a ser demasiado exigentes y, como el balde perfecto, perder la posibilidad de regar el camino mirando el mundo con ojos de compasión. Ser compasivos con los demás, empieza por ser compasivos con nosotros, mirarnos con amorcito y ternura, aceptando que de perfectos no tenemos nada y que si realmente lo fuéramos tal vez no tendríamos nada que hacer aquí, porque, en mi opinión, creo que estamos aquí para aprender, y solo aprendemos cuando reconocemos nuestra propia ignorancia. Cuando pensamos que ya somos producto terminado y todo lo hacemos bien creo que el camino deja de tener sentido, como el balde sin huecos que solo se llena a sí mismo.
Perfeccionismo y dar lo mejor de nosotros, son dos cosas diferentes. La socióloga Brené Brown, en su libro Los dones de la imperfección (2012), dice que el perfeccionismo no tiene nada de saludable, es un escudo de veinte toneladas que arrastramos creyendo que nos va a proteger, cuando la realidad es que nos impide volar. Porque detrás de la perfección hay una necesidad imperiosa de obtener aprobación y aceptación, de evitar el dolor de la culpa, el juicio, y la vergüenza. La pregunta es ¿Cómo liberarnos de esta necesidad de ‘agradar’, ‘rendir’, ‘ser perfectos’? La respuesta está en aprender a ser compasivos con nosotros mismos. La psicóloga Kristin Neff, investigadora y profesora de la Universidad de Texas, directora del Instituto de Autocompasión dice que los tres elementos de la autocompasión son: 1. Amabilidad con nosotros mismos; ser cariñosos y comprensivos con nosotros cuando sufrimos, fallamos o nos sentimos incapaces, en vez de autoflagelarnos con la autocrítica. 2. Humanidad; reconocer que el sufrimiento y la sensación de incompetencia personal hacen parte de la experiencia humana, no es algo que solo nos pasa a nosotros. 3. Conciencia; tener equilibrio entre reconocer nuestras emociones para evitar quedarnos atrapados en la negatividad. “Un momento de autocompasión puede cambiar todo en un día. Una sucesión de momentos de autocompasión puede cambiar el curso de toda la vida” (Germer, C.); hoy es un buen día para ser autocompasivos con nosotros.