(Con retroactividad al 17 de  mayo, Día Internacional del Reciclaje, mis felicitaciones para las 85 mil familias que viven de dicha actividad. Flores para ellas. Para estar a tono con la efeméride, reciclo las siguientes líneas que le llevan tres días a cualquier solar de Cartago): En Europa, el macondiano primer mundo, se educa a la gente en el nuevo evangelio de amar la basura como a nosotros mismos. En las ciudades alemanas suelen colocar enormes tambores de acero con tres aberturas: en una los disciplinados alemanes meten las botellas, en otras el papel y malos pensamientos y en una tercera sus convicciones filosóficas y las materias orgánicas. Es otro paso en el extraño mundo de subuso del reciclaje del que tenemos mucho qué aprender de este lado del charco.
Cada tres meses, en cualquier ciudad alemana, las calles se van llenando de basuras cuidadosa y estéticamente botadas por sus dueños. Es  otra de las actividades en marcha en el proceso de practicar el mandamiento de reciclar desechos. Botar la basura para muchos alemanes es casi un rito. Es una forma de romper con la nostalgia. Frente a las residencias empiezan a aparecer, cuando el “músculo duerme”, libros o revistas viejas que se llevan algún porno-secreto de sus dueños.
Hay cajones que guardaron durante años las intimidades de alguna frau (señora) añeja, o de una fraulein (señorita) nueva; colchones que sin duda fueron escenarios de agitados Waterloos amorosos; pedazos de puertas con cerraduras a través de las cuales espiaron muchos voyeristas; radios que transmitieron horrorizados la segunda guerra mundial, sillas en su ocaso que soportaron glúteos voluminosos, fatigados. Hay muebles viejos pero todavía tan activos como cualquier expresidente tercermundista, sofás de siquiatras con los fantasmas vivos de clientes horizontales que se negaron a despertar por temor a pagar la cuenta. ¿Cómo saber dónde pescar en el río revuelto de las basuras? Fácil.
Pregúntele a la red. (Cuando los conocí la consulta se hacía en el directorio teléfonico, hoy convertido en pieza de museo). Usted pasa, coge parte de la “basura” que le interesa y se va. Nadie lo va a invitar a comer salchichas de Frankfurt con sus horrorosas salsas, pero tampoco le van a decir nada. Un estudiante chileno me contaba que todos los muebles de su casa fueron adquiridos en estos mercados. Y le encimó mil madrazos a Pinochet que lo sacó del confort doméstico.
Según las estadísticas que nunca faltan, estudiantes, extranjeros y ecologistas, en su desorden,  son quienes más se nutren de esta bolsa de desechos que estamos en mora de aprovechar en nuestras parroquias. Si tiene algún negocio, como restaurante, bar, guardería, estadio de fútbol, o un circo, por ejemplo, no se  preocupe por el mobiliario: en un happening o bazar oriental de  estos, podrá conseguir dónde acomodar a sus espectadores.
Muchos de los objetos conseguidos en este Wall Street del reciclaje, en el cual el esfuerzo y la inversión consisten en agacharse simplemente, van a dar luego a los famosos mercados de las pulgas que proliferan en las ciudades alemanas. Un retoque aquí, una limpiada allá, y ya está listo para negociarlo con los cazadores de objetos exóticos. En Alemania estos mercados nacieron en los años setenta como sitios de contacto popular. En la vieja, circunspecta, aburrida y nada sonriente Europa un lugar para hablar bla-bla-bla, no se le niega a nadie. 
La gente que asiste es tan heterogénea como la mercancía que se anuncia. No es raro encontrar imponentes negras africanas con cintura de avispa, monarcas derrocados, o latinos perplejos y despistados al lado de alemanes descomunales capaces de desestabilizar cualquier báscula. “Yo te boto, tú me recoges”, parecería ser el lema de esta industria del reciclaje. Alguien quiere lo que usted desprecia.
Alguna vez alguien ofreció en la prensa bilis de buey. Quién dijo miedo: una fábrica francesa de perfumes se “encartó” con ellas, le metió computador a la bilis y puso a oler bien a las bellas de la aldea global. Que no nos llegue el año tres mil sin saber conjugar bien el verbo reciclar en alguna acepción que produzca plata.