Consagrada en la Constitución, la consulta popular es un mecanismo de participación ciudadana ya utilizado en la historia política de Colombia. La discusión sobre la reciente iniciativa del presidente no es, entonces, sobre su legalidad sino sobre su legitimidad.
Si por legitimidad debe entenderse el consenso que transforma la obediencia en adhesión, conviene preguntarse por las condiciones en las que el poder ejecutivo intenta poner evidencia la aceptación que presupone en los ciudadanos frente a sus reformas laboral y a la salud.
Confirmar esa presunción es, de hecho, la primera prueba que deberá sortear el poder ejecutivo: la consulta solo es vinculante si es votada por el 30% o más del censo electoral, es decir, 13 millones de ciudadanos. Comparado con el de otras votaciones, parece un umbral difícil de alcanzar: Ni siquiera todos los votos que obtuvo Gustavo Petro en segunda vuelta (11.292.758) serían suficientes para que la consulta fuera vinculante.
Por otra parte, a diferencia del referendo y el plebiscito, la consulta popular no pone a consideración de los ciudadanos textos normativos -es decir, no podrá preguntar por la aceptación o no de las reformas en su conjunto- sino preguntas concretas sobre aspectos específicos. De suerte que lo sometido a consulta no podrán ser las reformas, sino apenas algunas de sus partes.
Pero no es solo el fondo del consenso el que está en discusión, sino además la forma de llegar a él. Analizado con casi un mes de distancia, “declarar como ‘Día Cívico para la Participación Ciudadana’ el 18 de marzo de 2025, con motivo de garantizar el legítimo derecho de la ciudadanía de expresarse públicamente en favor de las reformas sociales que mejoren su vida y garanticen su dignidad”, según reza el decreto expedido por el presidente, es cuando menos paradójico.
En realidad, el derecho a expresarse no fue “garantizado” sino promovido, suscitado, convocado por el Gobierno. El poder ejecutivo no fue garante sino causante de una expresión que no fue, por consiguiente, enteramente originada en el seno de la ciudadanía. La legitimidad tiene que ver con el consenso, no con ser inducido a consentir.
Debemos al célebre sociólogo Max Weber una idea esclarecedora sobre la legitimidad, que contempla tres formas: legal, tradicional y personal. La primera es un consenso basado en la aceptación de la ley, la segunda en la fuerza de la costumbre y la tercera en las cualidades carismáticas del gobernante.
Interrumpiendo antes de tiempo el trámite lesgislativo en el Congreso -durante el cual, todo hay que decirlo, el comportamiento de la oposición tampoco ha sido ejemplar- parece claro qué estilo de legitimación de las reformas ha elegido el presidente.
Queda por establecer lo verdaderamente importante: la pertinencia o no de las reformas. Por lo pronto, reducidas de parte y parte a una victoria o una derrota de la persona del presidente, a un “pulso”, se revela una vez más la inmadurez de nuestra democracia.