Detrás del ministro, en un fondo mal difuminado, se distingue una estatua de la Virgen María, otra de Santa Rita, una estampa de Santa Teresa y un Cristo de San Damián. El ministro, qué duda cabe, es un devoto.

Detrás de la periodista, colgado en la pared, un objeto presuntamente decorativo simula un interruptor gigante de luz. Poca distancia separa las poltronas de cada uno.

En su presentación, la periodista dice que el ministro es un “barranquillero inteligente y simpático… con varios pleitos encima”. Y agrega: “con él podríamos hablar durante horas de política, de lo divino y lo humano”. El Churchill del Caribe.

Pero “en esta entrevista vamos a olvidarnos de la política”, afirma. De una candidez arrobadora, la advertencia es pronunciada, sin embargo, con seguridad y entusiasmo. No sabemos qué es peor: que la periodista sea la única en ignorar que todo en esa entrevista será político, o que a sabiendas trate de convencernos de lo contrario.

Por “olvidarnos de la política”, la periodista entiende que el ministro está ahí -o mejor: nosotros estamos en ese rincón sacramental de su casa- para hablar de una larga historia de adicciones. Un problema superado, según el ministro, que ha mejorado la relación con su esposa.

La periodista, transida, replica: “que parece que están en luna de miel, me han contado”. El ministro confirma y aporta un dato de suma importancia para la República: “estamos de luna de miel y eso es porque yo me estoy portando bien”. Es una tertulia chocolatera.

Preguntado por el origen de sus adicciones, el ministro relata la separación de sus padres cuando era niño. Y de golpe, como en una regresión, la periodista comienza a tratarlo maternalmente: “¿te tocó quedarte con tu mamá?” (…) “¿Y solito… y solito llegas a la conclusión ‘yo tengo que salir de esto’?”. El ministro responde que sí. Y, ya en confianza, se anima a lanzar una máxima edificante: “la cantaleta de los papás funciona”.

La periodista, fascinada con la infancia del ministro, insiste: “¿ha sido lo que más te ha dolido, la separación de tus papás?”. Que sí, afirma él. “Durísimo”, concluye ella. Ripio. Sensiblería.

Desde luego, nadie niega la gravedad del asunto en cuestión. Pero su tratamiento, que oscila entre la banalización y la condescendencia, está muy lejos de servir a una reflexión de fondo sobre el problema de la adicción. Por lo demás, si ese fuera el propósito de la entrevista, como pretende la petición de principio de la periodista, ¿por qué elegir al ministro? Hay muchos adictos en rehabilitación, pero un solo ministro del Interior.

El final sugiere que la periodista busca deliberadamente participar en el rito de purificación de la maltrecha imagen del ministro. Utiliza supuestos méritos privados para reparar, aunque sea en parte, la figura pública del funcionario.

Ya en los estertores, casi al borde del sollozo, pregunta: “¿A ti te ha faltado amor?”. Pero el ministro, más mamagallista que sentimental, no da tanto de sí: “Casi me hace llorar”.

Nunca es más irrisorio el periodismo que cuando se presta a estos cálculos palaciegos. Lo ilustra con creces la entrevista de Cambio, disponible en YouTube.