De la juventud en la historia política del siglo XX parece poder decirse cualquier cosa y su contrario: pasiva y activa, agente de cambio y de conservación, dócil e insumisa, víctima de los regímenes más abyectos, pero también, en otros casos, su soporte más firme y exaltado. El siglo XX inventó la juventud como etapa idealizada de la vida, pero el mismo siglo sacrificó a más de 10 millones de jóvenes en dos guerras mundiales. Ser joven es hacer la experiencia de la ambivalencia y la indefinición, y tal vez por eso es también ambivalente e indefinido su papel en la historia.
La participación política de los jóvenes en Colombia es ilustrativa al respecto. En el 2010, la llamada “Ola verde” fue un movimiento mayoritariamente juvenil que puso a Antanas Mockus ad portas de la presidencia de la República. Pero, llegado el momento de las urnas, la simbología de los girasoles y los cándidos cánticos en favor del candidato profesor quedaron reducidos a promesa. En cambio, es difícil imaginar los resultados de la elección del 2022 sin considerar el llamado “voto joven” y sin analizar, más ampliamente, la importancia que tuvo, a la postre, la hábil conversión del descontento juvenil en un capital electoral efectivo y decisorio.
En el documental El rojo está en el aire, el cineasta francés Chris Marker muestra, con imágenes de archivo, una juventud movilizada, pensante, expresiva y profundamente comprometida con su tiempo. Pero en La Chinoise, del también director francés Jean-Luc Godard, lo que vemos es una pantomima de jóvenes acomodados repitiendo, con solemnidad y automatismo, los grandilocuentes eslóganes del Libro rojo. Lo que parecía el irrefrenable despertar político de los jóvenes en el primer caso, resulta satirizado hasta la anulación en el segundo. Y es curioso que ambos, Marker y Godard, presentan una imagen creíble de los jóvenes de los años 60: todo y su contrario.
En un ensayo luminoso de Philippe Ariès, Las edades de la vida, se ofrecen elementos para comprender la formación de la juventud como categoría de edad y, por esa vía, su ambigüedad como punto de vista sobre la realidad social: para afirmarse, los jóvenes buscan emanciparse de las dos instituciones que los sostienen: la familia y el sistema escolar. Y, podría agregarse, como los efectos de esa tensión entre dependencia necesaria e independencia deseada no pueden generalizarse, tampoco puede generalizarse y mucho menos predecirse el comportamiento de los jóvenes en política. Porque un día la juventud explica la movilización y al otro la apatía.
La idealización de la juventud como generación depositaria de las esperanzas sociales, como sumatoria de todas las virtudes y capacidades, impide, como toda idealización, el establecimiento de un verdadero lazo y de un diálogo honesto. Tal vez una alternativa más sana a las comodidades de la promoción del joven como sujeto idealizado consistiría en establecer una relación más fluida y menos segmentada entre las generaciones. Nada más pernicioso (y peregrino) que sentirse habitando un mundo aparte, cerrado sobre sí mismo y pretendidamente autosuficiente, con un lenguaje propio, superior e incomprensible desde afuera. Entregados por los adultos a las gracias de la idealización, los jóvenes quedan encerrados en sí mismos.
Por eso vale la pena escuchar lo que los jóvenes tienen por decir sobre los problemas de nuestro tiempo, pero sin imponerles cómodamente la carga de tener las soluciones para todo. Urge entablar otra conversación multigeneracional, lejos de los prejuicios, buenos y malos, que la han regido hasta el momento.