Como no siempre son obvias las razones que motivan a alguien a decir algo, quisiera exponer las mías como gesto inaugural de este espacio de opinión.

La pregunta es tanto más necesaria cuanto que hay abundancia, por no decir exceso, de opiniones y de opinadores. Peor: todo lo que se dice, sin excepción, parece gozar de la misma legitimidad.

Así, casi imperceptiblemente, puestas en un pie de igualdad, todas las opiniones son tomadas por necesarias. Y parece pertinente lo que no lo es.

Los lectores juzgarán, cada quince días, si caigo o no en lo que intento evitar.

Desde luego, la primera intención de opinar públicamente responde a un interés personal: el texto es un pretexto para ordenar las ideas propias.

Las columnas están escritas para otros, claro, pero intuyo que son ante todo la disciplina que alguien se impone para fijar, en medio del ruido, las dos o tres cosas que piensa sobre un tema determinado.

Como la urgencia de hoy suele volver obsoleto el tema de ayer, quisiera dejar en estas páginas un registro más o menos ordenado de lo que me suscitan, sobre todo, fenómenos relacionados con la política y con la vida social contemporánea.

Pero nunca estamos solos, ni siquiera al presentar opiniones “personales”.

Siendo profesor universitario, sería ingenuo, si no es que deshonesto, ocultarme y ocultar que estas páginas serán también una prolongación de las conversaciones con los estudiantes, colegas y amigos que habitan mi vida cotidiana.

No es retórico decir que de ellos aprendo todos los días, ni sería inteligente renunciar a ese aprendizaje sostenido en este espacio.

Al contrario, quisiera que este fuera también un tributo periódico a su inteligencia y un modesto agradecimiento a su atención, cualidad escasa si las hay.

Además, reconociéndome en la tradición de las ciencias sociales y humanas, considero cuando menos natural expresarme sobre los temas que me ocupan de continuo en mi quehacer como profesor, investigador y traductor en la Universidad Autónoma de Manizales.

Si bien todos los saberes estarían llamados a enriquecer nuestra comprensión del mundo, la participación de los científicos sociales en el debate público constituye una tradición que admiro y de la que me interesa participar.

Por lo demás, no escribo esta columna porque tenga algo que decir, sino justamente para tener algo que decir. Considero que la escritura, como la conversación, es la circunstancia del pensamiento.

Y una apuesta por aclarar, en contra y a pesar del ruido. Pero la claridad tiene matices. De ahí que no quisiera comprometerme con renunciar a cierta libertad especulativa en favor del poder casi deletéreo de los datos, las pruebas y las evidencias.

Demostrar y pensar son operaciones distintas, y no creo que ganemos demasiado sustituyendo lo segundo con lo primero, o creyendo que lo primero se basta sin lo segundo.

Celebro la importancia creciente que se le otorga al sustento empírico en la opinión pública, pero no creo necesario, y mucho menos deseable, renunciar a otras formas de la lucidez que no aspiran a la exactitud.

Tal como la concibo -más cerca del ensayo que del artículo científico-, la columna debería permitir la oscilación “entre la aventura y el orden” que Jaime Alberto Vélez, columnista sagaz y ensayista agudo, reivindicaba para el género que inventó Montaigne.

Que la misma divisa sea el horizonte de estas páginas.