He sido admirador de Carlos Pineda por muchos años. De los fotógrafos de la región, de los verdaderos artistas, figura Carlos al lado de Javier García y de Henry Valencia. Me encanta asombrarme con los productos de su mirada, pasan por la retina de Carlos partes de nuestro entorno que un común mortal no percibe. Carlos evoca, Carlos matiza y convierte en arte las casas de bahareque que fotografía. Las vuelve arte porque les insufla vida. De su octavo proyecto editorial, Carlos también es un diligente editor, le oí hablar en varias oportunidades, inclusive me sirvió ese intercambio de ideas para una anterior columna tratando el tema del color y el bahareque.
A pesar de la admiración que siento por Carlos discrepo en esta oportunidad de su trabajo y me parece lastimoso que, en vez de poder contar con él para defender ese patrimonio arquitectónico, debo constatar que justifica su destrucción en el sentido que está convencido que la alteración de la tradición, incluyendo la cromática, es loable. Me pregunto ¿Qué otro personaje, siguiendo este ejemplo, saldrá con libro bajo el brazo justificando por medio de magistrales fotos otra alteración de un legado tan frágil como lo es nuestra arquitectura vernácula que está puesta en manos tan balurdas? Carlos muy claramente confiesa bajo qué bandera toma las fotos. “¿...Deberían imponer reglamentos del color para preservar una tradición o permitir la libre expresión de la individualidad, la creatividad y el gusto de sus habitantes...? Se equivoca Carlos en su justificación tan típica de esta época y se equivoca de objeto, esas casas no dan para justificar ese tipo de teoría.
Tradición, historia y cultura son ideas que transpiran colectividad, porque surgen con el aporte de todos. Alterar el pasado es un acto de desprecio, de soberbia y, porque no decirlo, de ignorancia. El que quiera realmente aportar e innovar, ser diferente y sacar a flote toda su individualidad, que esa persona haga algo nuevo y no dañe el pasado representado en esas casas. Carlos no se dio cuenta y se volvió iconoclasta, como aquellos talibanes que dinamitaban milenarias esculturas, que justifica la destrucción de ciertos iconos porque no van de acuerdo a su filosofía de libre expresión de la personalidad, ignorando que hay otros puntos de vista, mucho más viejos y exactamente opuestos a los suyos.
El editor Carlos Pineda es un hombre previsor porque equipó a su libro con varios paladines prologuistas como Federico Ríos Escobar, el premiado fotógrafo de guerra, que desde su teoría de la fotografía, se aproxima a la obra de Pineda incurriendo en el errorcito de cambiarle el apellido al pintor antioqueño, pero que se queda en la disyuntiva que él mismo invoca: la urna de cristal o “la modernización al capricho de cada usuario”.
El otro escudero de Pineda es Carlos Felipe Arango, que cierra su exordio con esta frase lapidaria: “... afortunada la libertad con la que pueden expresarse los ciudadanos al pintar su casa como quieran...”. Y es curioso, porque esas casas emocionalmente significan lo contario: saben a familia, a recuerdos, a fiestas inocentes, a arraigo, a origen, a ser fuerte por pertenecer a ese núcleo. Me imagino a las directivas del Paisaje Cultural Cafetero admirando estos prólogos para entender que no han avanzado mucho en la labor de explicar y resaltar el tesoro, que por mandato de la humanidad representada en la Unesco, custodian.
Se darán cuenta que gente inteligente, viajada y preparada aún no diferencian entre tradición e individualidad, creando un conflicto entre estos dos valores. Colocarán sus caras entre sus manos en señal de abatimiento, porque si esta gente buena emprende una campaña en contra de la esencia porque no les gusta que se les reglamente, ¿Cómo serán las posiciones y actitudes de los alcaldes y demás funcionarios públicos de esa jurisdicción paisajística que son tan poco receptivos a este tipo de planteamientos globales? Sospecho que de alguna forma esa cosa se les va a implosionar algún día perdiéndose el recuerdo bello de los abuelos, testigos de otra época, seguramente gris como dice Pablo Felipe Arango en su prólogo, pero enriquecido con colores que solo sabe mezclar el alma para adornar el corazón.