Los cambios de año tienen la paradoja de significar mucho y al mismo tiempo no ser nada. Sin duda, tienen un sustento fáctico en la órbita completa de la Tierra sobre el Sol. Así mismo, el año alberga las estaciones o cambios regulares del clima, aunque en estos tiempos el caos climático es la norma. Las sociedades y estados también se han organizado temporalmente a través de los años, primero usando el Calendario Juliano, empezando en el año 43 AC y luego de 16 siglos a través del Calendario Gregoriano.

Sin duda, esta convención social del año marca nuestra vida, la determina. El trabajo, el estudio, los tiempos de comercio y del Estado están regidos por los años y lo que pasa dentro de los años. Pero también caemos en la ilusión periódica de que todo puede cambiar por pasar del 31 de diciembre al 1 de enero. Vienen los propósitos, buenas intenciones y el intento de dejar atrás lo malo que el año anterior trajo. Sin embargo, hay condicionamientos tan poderosamente fuertes en el ser humano y en el cuerpo social, que esos propósitos son mentiras que la gente se mete y se las cree…por unos días.

La contradicción más brutal opera en un segundo, justo a las 12 de la noche del 31 de diciembre. Toda la fraternidad que se expresa en el instante mismo del cambio de año es sucedida por la orgía más criminal y bárbara de pólvora y estruendo. ¿Qué bondad puede haber en los abrazos de fin de año si acto seguido, en una inconsciencia que es dolosa y criminal, empieza la guerra contra la naturaleza, los animales, el aire que respiramos y tantas personas que sufren con la pólvora? Qué rápido se pasa de la sensibilidad decembrina, que más bien es sensiblería y demagogia afectiva, al acto criminal del año nuevo. Y si a esto le sumamos el consumismo e inconsciencia brutales con que se viven estos días, podemos ver que los deseos y propósitos de una vida mejor para el año que entra no pasan de ser mentiras de temporada.

Dando una pasada por la política, en esta primera semana de enero asistimos a un particular cambio de año que se da cada cuatro: la llegada de nuevos alcaldes y gobernadores. Todos llenos de buenas intenciones, pregonando armonía, concordia y un futuro promisorio; pero cargando un lastre enorme, bien sea por su pasado salpicado de corrupción y clientelismo, o bien por unos compromisos poco sanos que se ven reflejados en unos gabinetes milimétricamente diseñados para satisfacer la codicia y voracidad de socios de campaña.

Un ejemplo de estas contradicciones que se dan con el paso de un año a otro, de un alcalde a otro, son las declaraciones del recién posesionado alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, quien con evidente autoconfianza afirmó en su posesión que “…a partir de hoy se acaban las mentiras, el odio, la división y la corrupción en nuestra ciudad…y comenzamos a unir de nuevo a nuestra gente”. Dándole el beneficio de la duda en cuanto a mentiras y corrupción; y aunque podría haberlo dicho de buena fe, peca de ingenuo e ignorante, o tiene muy mala memoria, al afirmar que en su mandato desaparecerán el odio y la división. Primero que todo porque la política lleva en su esencia, en su naturaleza, semillas de malquerencia, división, antagonismo y odio. Pero también porque Fico como político es un maniqueo; recordemos su campaña presidencial en la cual marcaba una tajante división entre los malos y los buenos, siendo él cruzado contra los que veía como maléficos. Su maniqueísmo brilló de la mano de su opacidad como candidato presidencial. Sin duda, la salida de Daniel Quintero es un alivio para Medellín, pero es conveniente que su sucesor no se vea a sí mismo como redentor infalible a quien toda una ciudad encomendó que la librara del mal, porque ahí empiezan los problemas. Y no solo es Fico, son todos los nuevos dignatarios los que corren riesgo de sentirse redentores; ojalá se bajaran de ese pedestal. Y Ojalá que en cuatro años extrañemos a los que se van, pero bien difícil que será que se cumpla este deseo de principio de año.