Mario, mi papá, murió a los 92 años. Rex a sus 14. Los dos viejos y con la salud frágil. A ambos los acompañé en ese momento único, definitivo. Y a pesar del pesar, del cambio sustancial, de saber que ya no estarían más, en ambas muertes hubo belleza, compasión, amor y unidad. También una sensación de extrañeza. Ambos momentos, hace 5 años con mi papá y once días con Rex, fueron de una gran  profundidad.
Rex fue un bellísimo pastor alemán que nos acompañó por 13 años en una pequeña finca familiar, llegaba a reemplazar a otro pastor alemán que había muerto prematuramente. Supe de un cachorro de seis meses que estaba para la venta, fui con mi papá a mirarlo, pero una vez lo vi estuve indeciso con el perrito. Lo que me sacó de esa indecisión fue encontrar al lado de este cachorro a un imponente perro, ya más crecido, aunque muy joven, apenas de un año. Le pregunté al vendedor si podía quedarme con este último y al responderme que sí, no lo dudé un segundo. Le pedí a mi papá que le pusiera nombre, y él lo tenía listo: Rex. A mi papá le gustaba  la serie de televisión austríaca El Comisario Rex, que contaba cómo un pastor alemán llamado Rex ayudaba a su dueño, el comisario de policía Richard Moser, a resolver los casos.
El primer día que llegamos a la finca durmió en una perrera, pues nos daba temor de que se volara, y lloró toda la noche. Al día siguiente decidí que no pasara la noche encerrado, pues tuve la certeza de que no se iría. Rex dio un paso más adelante, su plan era dormir en una pieza  y acompañado. Aruñó tanto y con tanta terquedad la puerta de mi cuarto que no tuve alternativa que dejarlo entrar, y desde ese momento asumió como su derecho dormir adentro, y un tiempo después decidió que arriba de una cama era más cómodo, otro derecho sin apelación.
Durante toda su vida cumplió eficazmente con su trabajo: persuadió a extraños de no llegar sin avisar, y a más de uno mordió superficialmente, rasgando sus pantalones. Le molestaba particularmente las motos en movimiento. Su  calidad como pastor la expuso varias veces sacando él solo más de 20 vacas que se pasaban desde una finca vecina. Era tranquilo, pero de recio carácter. También fue una bella compañía, cariñoso y juguetón, y al mismo tiempo independiente y explorador del entorno.
El tiempo pasó silenciosa e inexorablemente y en los dos últimos años empezó a tener problemas de cadera, como casi todos los de su raza. Hace poco,  se me ‘pego’ para subir a una montaña, lo que hizo con facilidad, pero bajando tuvo serios problemas y llegó un punto en que empezó a arrastrar su cadera y patas traseras, lo que me partió el alma. Tuvimos que parar y esperar un rato para retomar el camino.
El lunes 23 de enero Rex no se paró y estuvo muy desganado. Con la atención del veterinario se paró y recobró el ánimo. Pero el miércoles volvió a flaquear, y el viernes 27 ya no se levantó más. Llegué a la finca el sábado en la noche y lo encontré tendido en el prado y sin energía. Él ni levantó la cabeza para saludarme. Lo pasamos a la casa en un colchón para que no se tallara y ahí estuvo sus últimas 30 horas. Rex sabía que se estaba muriendo, y los que estábamos a su lado también. Es increíble cómo en esos momentos puede surgir una gran belleza, así esté acompañada de la tristeza que produce saber que no hay reversa y que la partida será pronto.
El domingo 29 en la noche, desde las 10.30 pm, Rex y yo estuvimos totalmente juntos. Su cuerpo y su respiración ya delataban el futuro. A eso de la 1:30 am tuvo un vómito delator, y unos 20 minutos después empezaron sus estertores finales. A las 2 de la madrugada, muy puntual, se silenció suavemente. Su cuerpo quedó en armonía, murió bien y quedó en paz.
Hace ya muchos años escuché a un sabio monje budista decir que toda la vida es una preparación para el preciso momento de morir. Ojalá tengamos una buena vida, consciente y atenta, que nos permita morir en paz.
El cuerpo de Rex regresó a la tierra a las 5.30 pm.