Para tener claridad sobre lo que ha sido el primer año del gobierno de Gustavo Petro es preciso volver al estado psicológico del país justo antes de su elección en segunda vuelta. La opinión y los ciudadanos estaban partidos en mitades casi perfectas,  como ha sido siempre en nuestra historia, y como es común hoy en muchas democracias del mundo. Por un lado, con entusiasmo o resignación, una mitad apoyaba a un candidato estrambótico, pero que supo recoger la indignación de medio país con la corrupción y la ineficacia del Estado, pero que paradójicamente él mismo tenía serios cuestionamientos, judiciales incluso, de actos de corrupción. Este candidato, Rodolfo Hernández, también recogió a toda la derecha y buena parte del establecimiento político, solamente por ser el rival de Petro. Ya en la visión de sociedad y Estado, Hernández tenía una mirada simplista, de derecha,  autoritaria y populista; en últimas era una caricatura de lo que debe ser un presidente y estadista. No me cabe duda de que si Rodolfo Hernández hubiera sido presidente hubiera sido  un fiasco. Petro por su parte era el depositario del sueño de medio país que ansiaba cambios sociales de fondo y que acumulaba un malestar de mucho tiempo con un establecimiento político corrupto y banal.
Con el triunfo de Petro sus antagonistas anticiparon un apocalipsis a la manera venezolana: destrucción de la economía y del aparato productivo, inflación y devaluación siderales, toma del Estado por parte de la izquierda radical, incluyendo cortes y autoridades económicas, expropiaciones estilo Chávez con su grito de batalla “exprópiese”, y todo un catálogo de un gobierno demoníaco que nunca entregaría el poder y se quedaría por décadas destruyendo la nación. Muchas personas pudientes se llenaron de temores y empezaron a dar los primeros pasos para  una vida por fuera del país, en una especie de autoexilio. Por su parte, los seguidores fieles de Petro empezaron a soñar con una resolución rápida de todos los males estructurales de esta sociedad: la tremenda injusticia social, la corrupción, la pobreza, la destrucción ambiental y la violencia que afecta a muchas comunidades.
El mismo día de la victoria Petro pronunció un discurso que, para quien no estuviera cegado de prevención y rabia, traía tranquilidad en medio de una incertidumbre que era imposible que desapareciera de buenas a primeras. El Gobierno inició como una especie de coalición entre una izquierda vanguardista, contestataria, y sectores de centro y socialdemócratas que coincidían en la necesidad de cambios, pero que no creían conveniente soltar amarras con todo lo construido en institucionalidad estatal y económica. Desde la misma posesión de Petro, el gobierno se ha columpiado entre propuestas temerarias e irresponsables y la estabilidad económica y democrática.
En la economía no ha habido desastres y la evolución de algunas variables macroeconómicas ha estado más ligada a la coyuntura mundial que a lo doméstico: inflación, devaluación y tasas de interés. El déficit fiscal va disminuyendo, el gasto ha sido juicioso, incluso con pobre desempeño, y lejos estamos de una economía castrochavista. Su política de paz ha estado llena de improvisaciones y hay total incertidumbre sobre el resultado final de todos los frentes de negociación que se han abierto. Pareciera que estamos regresando a modelos de negociación viejos, la paz de Belisario: un catálogo de buenas intenciones sin las previsiones obligadas que se deben tener en procesos de diálogo con el enemigo armado del Estado. Y la seguridad va en franco deterioro.
El ejercicio de la política no ha tenido un cambio sustancial, y por el contrario ha discurrido por el mismo río de siempre. Una nueva élite gobernante llegó, pero pronto la ‘debilidad de la carne’ se hizo evidente y el clientelismo, la corrupción, el nepotismo y el engolosinamiento con el poder hicieron de las suyas con quienes habían sido los cruzados contra la decadencia del establecimiento. El escándalo de Nicolás Petro es el culmen de todo esto.
Petro entregará el poder en 2026, en caso de que no esté incriminado en el escándalo de su hijo, y por ahora no hay prueba. La economía no se destruirá, y algunas cosas buenas quedarán de un gobierno que será recordado por mediocre y altisonante.