Hace pocos días los medios nacionales informaron que la ciudad de Buenaventura tiene aproximadamente 900 pandilleros o milicianos. Solo estupor puede causar el hecho. Se agrupan en bandas con estrambóticos nombres como Los Shottas y Los Espartanos, o cínicos como Los Chiquillos. Si la cifra nos causa estupor, las imágenes de estos delincuentes ‘patrullando’ los barrios pobres del puerto generan una tremenda impotencia debido a su poder armado y social. Recuerdan tantas imágenes de hace dos décadas cuando los paramilitares y las milicias de las guerrillas ejercían su señorío en las comunas de Medellín, como nos lo relató con maestría el escritor Pablo Montoya en su libro La Sombra de Orión.

A pesar de un acuerdo de paz histórico con las FARC, que hasta 2012 parecía imposible, gracias al cual desapareció esta enorme organización armada ilegal, y que sin duda trajo un gran alivio al país, parece resucitar la hidra de mil cabezas que es nuestra violencia: los disidentes de las FARC han crecido de manera vertiginosa, el ELN pasó en los últimos ocho años de alrededor de 2.000 miembros a 7.000 y el viejo paramilitarismo se transforma en enormes organizaciones. Tristemente volvimos a un número de armados que se va aproximando sin pausa al existente antes de las negociaciones con las AUC y las FARC.

Hay algo que falla cada vez que un proceso de paz o desmovilización sale adelante. En el caso de las AUC miles de paramilitares regresaron al crimen y crearon bandas tan poderosas como el Clan del Golfo. En el de las FARC, desde el mismo gobierno  Santos no se logró controlar los territorios de los que salieron los guerrilleros; y paradójicamente, el gobierno Duque, que llegó tan rabioso con el proceso de paz y prometiendo seguridad y su cacareada legalidad, tuvo un desempeño pobrísimo en el control y combate de estructuras armadas ilegales. Y claro, detrás de estos fracasos está el narcotráfico.

Ahora es el turno de Petro con su Paz Total abriendo negociaciones con todos los grupos habidos y por haber, pero con dos fallas gravísimas: la ausencia de una estrategia robusta de seguridad y un plan de paz rezagado en el tiempo y poco acorde con las realidades del presente. Por su parte, los armados dan la impresión de tomarle el pelo al Estado y querer ‘pan y pedazo’. Por ejemplo, el ELN acuerda un cese al fuego con el Gobierno, lo que significa que no habrá combates o agresiones armadas entre las Fuerzas Armadas y esta guerrilla, pero en los días previos a que entre en vigencia se dedican a asesinar policías y soldados, como exprimiendo el tiempo y con un sentido de la legalidad perverso. A su vez, Pablo Beltrán en La Habana le hace el quite a un compromiso con el cese de hostilidades, o sea suspender las agresiones a la población civil, y vuelve al eufemismo de ‘las retenciones’ para indicar que si necesitan plata seguirán secuestrando. ¿De qué sirve que no haya combates si puede haber secuestros? Beltrán le dice al periodista que le insiste en el tema que “piense, piense, piense”, recordándonos el cinismo de Santrich cuando en Oslo, al inicio del proceso con las FARC y al ser preguntado si pedirán perdón, canta con voz de bolero “quizás, quizás, quizás”.

Si ocurre el milagro de que todos estos procesos de paz salgan adelante, la mala noticia es que toda nuestra estructura social, económica y política es un excelente abono para que la violencia germine. La marginalidad social y económica hace que decenas de miles de muchachos se deslicen fácilmente al delito y al crimen. Esta condición de violencia no es patrimonio único de Colombia, hacemos parte de Latinoamérica, la región del mundo en la que se producen más homicidios.

Ojalá algún día seamos una sociedad en paz. Para llegar a este estado hay que empezar por lo más elemental: el monopolio de las armas y la violencia legítima en manos del Estado, principio básico del contrato social. Y sobre esta base tenemos que hacer un esfuerzo titánico para sacar a millones de colombianos de la marginalidad y pobreza.