En Manizales hay 9.500 razones para no dormir tranquilos. Son niñas, niños y adolescentes que, aunque deberían estar en las aulas, hoy no están. No lo digo por intuición, sino porque los datos lo gritan.

Entre el 2011 y el 2023, mientras la población en edad escolar apenas se redujo en 7.543 jóvenes, las matrículas en básica y media cayeron en 17.186. ¿Dónde están esos estudiantes? ¿Qué hace una ciudad con 9.500 sillas vacías?

La respuesta corta: La deserción escolar crece.

La respuesta larga: Estamos fallando como sociedad en garantizar lo mínimo. Que un niño esté en clase. Que no se pierda. Que no se sienta solo. Y no es por falta de discursos -de eso estamos llenos- sino por falta de decisiones informadas y sostenidas.

Durante años se ha repetido la consigna “sin datos no hay política pública”. Pero en educación, esa frase debería estar tallada en piedra: sin datos, no hay política educativa que funcione. Punto.

Las cifras del último informe de Manizales Cómo Vamos muestran una caída en la cobertura bruta en educación básica y media del 92,5% al 84,8% entre el 2019 y el 2023. Una cifra que, en cualquier contexto, encendería alarmas; pero en una ciudad con tradición educativa, con universidades públicas y privadas de primer nivel, es sencillamente inadmisible.

Y sí, hay datos que invitan al optimismo: La pobreza extrema bajó un 30% entre el 2022 y el 2023. Pero esto no alcanza si no se traduce en condiciones reales para que los estudiantes permanezcan en el aula. Porque si no sostenemos la escuela, perderemos la única batalla que realmente importa, la que se libra todos los días entre el niño que asiste y el que se queda en casa.

Por eso, los programas para reducir la deserción deben ir más allá de las buenas intenciones. Necesitamos diagnósticos precisos, sistemas de alertas tempranas, tutorías entre pares, planes educativos personalizados y, sobre todo, comunidades movilizadas.

Porque ningún estudiante se queda en clase solo por una resolución administrativa. Se queda porque alguien lo espera. Porque se siente parte de algo. Porque tiene un motivo.

Manizales necesita una estrategia sólida, no decorativa. Formación a docentes, redes de apoyo entre familias y colegios, y espacios que conecten la escuela con la vida cotidiana son fundamentales. Pero si no medimos lo que hacemos, si no sabemos si los niños están aprendiendo mejor, si se sienten bien, si realmente se quedan, estaremos actuando a ciegas.

Y una política que no se mide, simplemente no existe.

El dato más preocupante, quizá, es este: Más de la mitad de los jóvenes en Manizales no cursan la educación media en la edad esperada. Llegan tarde, a veces por repitencia, otras por interrupciones o porque la vida se les volvió cuesta arriba demasiado pronto. Y cada año que pierden, es un año que la ciudad también pierde: talento, esperanza, futuro.

Porque esto, en el fondo, no es un problema del sistema educativo. Es un problema de ciudad. Cuando un joven deja el colegio, el vacío no es solo suyo: lo siente la economía, lo siente la convivencia, lo siente el tejido social. Y si no lo asumimos así, seguiremos tomando decisiones sin ver.

Manizales tiene lo que se necesita: Conocimiento, capacidad institucional, liderazgo académico, voluntad en muchos sectores. Lo que falta es claridad de propósito articulado.

Que pongamos los datos a trabajar y a los niños en clase. No hay tiempo para menos.