“Un niño que no aprende a leer a tiempo es un ciudadano que se queda atrás”.
Esta frase no es retórica, es la realidad de cientos de estudiantes en Manizales que, a pesar de vivir en una ciudad reconocida por su vocación educativa, enfrentan serias dificultades para adquirir habilidades básicas como leer, escribir o resolver una operación matemática.
Las cifras no mienten: según el informe de Manizales Cómo Vamos, entre el 2019 y el 2023 la cobertura en primaria cayó del 92,5% al 84,8%. Esto significa que casi uno de cada cinco niños no accede a la educación básica, y quienes lo hacen, muchas veces fracasan silenciosamente en el aula.
¿La razón? Un sistema que ha permitido que las brechas sociales y de aprendizaje se amplíen, en lugar de cerrarse.
Frente a este panorama, es urgente que la ciudad entienda la educación como un derecho fundamental, no como un servicio que se da por sentado.
La propuesta de líneas estratégicas que hoy se deberían estar discutiendo para transformar la educación básica de Manizales hacia el 2030 es una ruta ambiciosa, pero sobre todo coherente, basada en evidencia, articulación y justicia social.
En primer lugar, apostarle al fortalecimiento de habilidades básicas en tercer grado no es un capricho técnico.
Las investigaciones de la UNESCO y el Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación (LLECE) han demostrado que el tercer grado es el punto de inflexión: o el estudiante consolida sus aprendizajes fundamentales, o arrastra deficiencias durante toda su trayectoria escolar.
Implementar metodologías como Orton-Gillingham, que es una metodología para aprender a leer que es a todos los sentidos, y proyectos de la Fundación Lúker como Aprendamos Todos a Leer, o Aprendamos Matemáticas es una manera inteligente de unir la ciencia cognitiva con el juego, el territorio y la comunidad.
En segundo lugar, la lucha contra la deserción escolar no puede seguir siendo reactiva.
Crear un Observatorio Ciudadano de Permanencia Escolar, implementar alertas tempranas con tecnología, y fortalecer los apoyos a familias vulnerables es reconocer que un estudiante que abandona la escuela no lo hace por gusto: lo hace porque el sistema no lo sostuvo.
La participación del ICBF, ONG y ciudadanía es clave para construir redes que no solo prevengan la deserción, sino que ofrezcan alternativas reales.
Por último, desarrollar habilidades socioemocionales en los niños no es una moda educativa. En un país marcado por el conflicto, la pobreza y la fragmentación social, formar estudiantes con empatía, pensamiento crítico y autogestión es una apuesta por la paz y la convivencia.
Integrar estas habilidades en los PEI, formar a los docentes en educación emocional, y usar la radio, el arte y el teatro como medios de expresión, es democratizar la voz de los niños y niñas.
Esta visión no es perfecta, pero es valiosa por algo que el sistema educativo ha olvidado: la articulación real.
Vincular la academia, el sector privado, las familias y los medios comunitarios en un mismo propósito educativo implica romper con la lógica fragmentada de “cada quien en su rincón”.
Significa actuar con enfoque territorial, con mirada de género, con arte y con medios de comunicación, en los barrios donde más se necesita y con la gente que más lo exige.
Manizales tiene el conocimiento, la historia y los actores para liderar esta transformación. Lo que no tiene es tiempo que perder.
La escuela no puede seguir siendo el último eslabón de la política pública: debe ser el primero.
Porque cuando un niño fracasa en la escuela, fracasa la ciudad. Y Manizales no puede rendirse.