Amigos míos, permitidme que os diga que este siglo nuestro, tan altanero, tan satisfecho de sí mismo, tan lleno de certezas manufacturadas y convicciones de saldo, ha enterrado a los dioses con prisa, sin mirar atrás, como quien tira una carta vieja sin leerla. Pero los muertos, ay, los muertos nunca descansan del todo, y menos cuando no han sido bien velados.

A menudo nos dicen que la razón basta, que podemos vivir sin dioses ni dogmas, y que la espiritualidad se reduce a lo humano. Los pensadores laicos como André Comte-Sponville y Marià Corbí defienden una espiritualidad racional, centrada en el individuo, sin trascendencia ni absoluto.

Para ellos, el hombre ya no necesita lo sagrado: basta con una búsqueda interna y ética en un mundo relativo y cambiante.

Sin embargo, la historia muestra que cuando el ser humano enfrenta momentos oscuros no solo la razón lo sostiene. Es la capacidad de trascender el ego, de conectarse con algo más grande que el yo, lo que realmente permite florecer.

Esta espiritualidad no religiosa, pero sí trascendente, va más allá de la emoción humana: es una vivencia de lo sagrado, una experiencia de elevación.

Permitidme que os haga una pregunta: ¿de qué sirve tanta lucidez si no alumbra nada? ¿De qué nos vale un sentido si se agota en lo inmediato, en lo humano, en lo demasiado humano?

La espiritualidad laica, por muy ilustrada que sea, sigue presa en la cárcel del yo, y el yo, creedme, es una celda demasiado estrecha para el alma.

Desde los místicos medievales hasta los pensadores transpersonales de hoy, esta espiritualidad señala un camino distinto: no es una creencia ciega, sino una forma de superar el ego para entrar en una dimensión mayor, en la que el misterio y la trascendencia nos elevan más allá de nuestra finitud.

¿Qué es lo que vio San Juan de la Cruz en su “noche oscura”? ¿Qué empujó a Buda a abandonar su palacio, a Rūmī a danzar hasta la extenuación, a Simone Weil a buscar la gracia en la fábrica más inhóspita?

Es la espiritualidad de los que han mirado más allá del yo y han encontrado un abismo. Los místicos, los sabios, los ascetas de todas las tradiciones han señalado en la misma dirección: hay algo más.

No es un Dios barbudo sentado en una nube, ni un absoluto de manual de filosofía, ni una simple emoción subjetiva. Es lo que se revela cuando el ego calla, cuando el yo se rinde, cuando dejamos de mirarnos al ombligo para mirar lo inmenso.

La espiritualidad laica, aunque necesaria, es insuficiente si no se abre a lo sagrado. No basta con un humanismo lúcido: mejor una espiritualidad que no se quede en lo inmediato.

La verdadera pregunta es: ¿Seguiremos el camino de la razón cerrada en sí misma o el de la experiencia que trasciende el yo?

El primer camino es seguro, cómodo, iluminado. El segundo es incierto, abrupto y oscuro. Pero los que lo han recorrido dicen que, al final, hay luz.

Sebastián Galvis Arcila