Son tiempos donde los modelos tradicionales de sentido se diluyen y la religiosidad -vivida de forma consciente y abierta- sigue ofreciendo una brújula para enfrentar la incertidumbre. Se trata de experimentar un vínculo con lo sagrado que transforme, acompañe y dé sentido. La religión, bien comprendida, no aliena: humaniza. Y en eso, quizá, radique su mayor poder, en poder afrontar el dolor, el estrés y los desafíos existenciales.
Durante años se asumió que religión y ciencia, en particular la psicología, eran opuestos irreconciliables. Sin embargo, las investigaciones han revelado un enfoque integrador. Pioneros como William James, Viktor Frankl y Carl Jung ya habían señalado que la espiritualidad puede ser una dimensión central de la experiencia humana. Hoy, el campo de la Psicología de la Religión y la Espiritualidad -surgido formalmente en el siglo XX- ha demostrado cómo las creencias religiosas pueden contribuir activamente a la salud mental y al bienestar general.
Uno de los conceptos más destacados en esta área es el del “afrontamiento religioso”, desarrollado
por Pargament y Koenig, que se refiere al uso de la fe, la oración, los rituales y la comunidad religiosa como herramientas para superar situaciones traumáticas o dolorosas. En estudios realizados en la Universidad Duke, EE. UU., se encontró que pacientes mayores con enfermedades crónicas que practicaban una fe activa mostraban niveles más bajos de depresión y ansiedad, así como mayor esperanza y bienestar general.
Prácticas como la meditación, la oración o la participación en rituales religiosos generan efectos medibles en el cuerpo, al activar mecanismos psicofisiológicos que regulan el estrés, fortalecen el sistema inmunológico y mejoran la resiliencia emocional.
Perder a un ser querido es una de las experiencias más devastadoras para cualquier persona. Sin embargo, los estudios muestran que aquellos que practican una religión activa cuentan con mejores recursos para procesar la pérdida. Las ceremonias religiosas, los rezos, la comunidad de fe y el acompañamiento de líderes espirituales (curas, rabinos, pastores o lamas) ayudan a transformar el dolor en aceptación, resignificación y esperanza.
En el Budismo Tibetano, los 49 días de oraciones después de la muerte ofrecen una estructura emocional y espiritual que facilita el tránsito del duelo hacia una nueva etapa de conexión interna.
No hay que confundir religiosidad con fanatismo. La religiosidad madura, según Allport (1950), es aquella que fomenta valores como la compasión, la esperanza, el perdón y el servicio al otro. Es una religiosidad práctica, que ayuda a dar sentido a la vida y a actuar con responsabilidad social. En comunidades religiosas, además, el apoyo social es un factor protector: reduce la soledad, mejora la
autoestima y fomenta hábitos saludables, como evitar el consumo de drogas o el aislamiento.
Más allá de las diferencias doctrinales en tradiciones cristianas y no cristianas, ellas ofrecen herramientas comunes: rituales, oración, comunidad y sentido de trascendencia. Incluso la Psicología Positiva impulsada por Martin Seligman, ha incorporado conceptos como la esperanza, el perdón y la fe como pilares del bienestar humano.
La religión, en su mejor versión, no divide: teje puentes entre generaciones, culturas y dolores
compartidos. Quizá no cure todos los males, pero ayuda a que el alma duela menos y se viva con sentido.