Alguna vez le escuché preguntar a una gran maestra de psicología: ¿qué significa ser pobre en espíritu? Y no me atreví a dar una respuesta clara. Fue un silencio de años el que me permitió saber que así inició Jesús el Sermón del Monte, en parte, refiriéndose a la felicidad que produce el vivir con necesidad de ser espiritual, no por la moda de ciertos círculos sociales o por adoptar un estilo de vida saludable. Para el maestro de maestros parece ser que la espiritualidad es una necesidad humana que precisa ser satisfecha de una manera semejante a la búsqueda de alimentos para un hambriento. 
Desde Jesús, hay tres fundamentos de la espiritualidad que son pertinentes para entender algo mejor su magisterio y su infinita contribución a la humanidad. En primer lugar, “defiende la existencia de Dios”. En todo lo que hace y dice, hay un esfuerzo permanente por testificar del Padre eterno de una manera distinta a como es considerado en el Antiguo Testamento: no es vengativo, guerrerista, ni aniquilador, no es abstracto ni se reduce a las esencias. Es un ser compasivo y protector que no salva de las armas de enemigos sino de las cadenas del propio pecado, de aquello que sabiendo que está mal, se hace. 
La versión que Jesús da de Dios es una caracterización de atributos personales; ejemplo de ello, la compasión y la misericordia; dos virtudes que permiten describir la personalidad de alguien de un modo concreto y no tan solo la enunciación de una fuente abstracta de poder; su visión supone un fundamento de mucho interés como llamado a establecer una relación propia, un vínculo real con la divinidad que beneficia la vida de cualquier persona en donde quiera que se encuentre. 
En segundo lugar, está el fundamento del “amor intencionado”, es decir, el amor como imperativo de la espiritualidad, el que no es espontáneo, sino que hay que construir; el que no nace involuntariamente, sino que se busca, se ocasiona, el que sobrepasa las diferencias sociales, raciales y culturales, que se cumple con la paradoja del buen samaritano. El amor como mandato tiene un mérito especial puesto que es perdonador, grato, indulgente, pero, ante todo, racional. El amor que enseña Jesús es reflexionado, el que escoge con sabiduría y hace justicia, es verdadero porque se manifiesta en acontecimientos que contribuyen a tener un mundo mejor. Un amor racional y no solo emocional permite vivir deliberadamente, es una conquista sobre nosotros mismos y sobre los esquemas mentales para cuidar del necesitado, ayudar al afligido y ser amigo del enemigo. 
El tercer fundamento de la espiritualidad enseñada por Jesús es “la vida después de la muerte”; una visión de trascendencia que no se queda en la cronología de la existencia humana. Es la superación de la calamidad que simboliza el sepulcro, porque aun cuando la muerte pudiera ser entendida por algunos como un descanso, la desaparición total del ser supondría la fragilidad de los vínculos y los propósitos. El componente espiritual del ser humano hace parte de un todo que se resiste al fin; hay algo más allá, un horizonte por descubrir, una realidad que subyace a la realidad física y que favorece la percepción de una persona en tránsito que avanza paso a paso hasta alcanzar la medida de su creación.  
Ser un pobre en espíritu significa vivir permanentemente en relación personal con el Dios del cielo, seguir el imperativo del amor tal y como fue estipulado en los dos grandes mandamientos, y es creer que el tiempo de esta vida es transitorio y que se extiende más allá de la muerte.