Ahora que la prisa es reina y el ruido su caballero leal, no es extraño que las almas errantes busquen un aposento en el que la existencia se torne menos áspera y más sabrosa al espíritu.

Mas no todos hallan su refugio en las iglesias de mármol y púlpitos dorados; muchos son los que, con devota ansia, se preguntan si hay un modo terrenal de tocar lo divino. Y he aquí que los doctos de nuestro siglo han dado en llamarlo "prácticas espirituales cotidianas".

No menester es ser fraile ni eremita para vivir con fervor. Michel de Certeau, francés de ingenio, nos recuerda que el misticismo no es para aquellos que visten hábito y moran en celda de piedra, sino que pertenece a la gente común. No es empresa de escolásticos ni propiedad de concilios; es, en cambio, arte de la vida, una danza constante con lo sagrado en los vericuetos mundanos.

Si antaño se pensaba que solo las visiones arrebatadas y los éxtasis daban prueba de lo divino, hoy sabemos que el misterio se oculta en la sopa humeante de cada día, en el saludo a un vecino o en el tacto cálido de una mano amiga.

Así, hallamos a David Steindl-Rast, monje de venerable imagen y pensamiento ágil, quien nos susurra al oído que todo hombre es un místico, aunque no vista sayal ni profiera votos.

Pues ¿quién no ha sentido, al menos una vez, ese arrobamiento inexplicable ante un ocaso que incendia el horizonte o al oír una melodía que parece brotar del alma misma? Esas cumbres del espíritu no están reservadas a beatos y anacoretas; están en el campo, en la penumbra del hogar y en la risa pura.

Y si alguno, aún con todo esto, dudare de que la vida común pueda ser sacro santuario, que lea a Barbara Brown Taylor. Esta mujer enseña que un altar no es de piedra y cera, sino que puede ser también una mesa de pan compartido, una vereda que se pisa con gratitud, un momento de silencio en el cual el ruido del mundo se aquieta y la divinidad murmura.

¡Oh, qué bellamente nos muestra que lo monástico no es retirada, sino hábito de vivir atentos, de ver lo que siempre estuvo ante nuestros ojos, pero que, enceguecidos por la prisa, olvidamos mirar!

Así pues, desengáñese el lector de que la fe es solo para aquellos que se encierran en claustros. La fe es de quien la trabaja, de quien la camina y de quien la siembra en la jornada diaria.

Si la Iglesia, como dijo De Gruchy, está en un momento de reinvención, quizás sea hora que encuentre en lo cotidiano su nueva morada, y en la gente común su más ferviente clero.

Así como los antiguos labradores encontraban en la tierra sustento y lecciones de paciencia y humildad, así los modernos pueden hallar en cada acción del día una oración sin palabras, un rito sin liturgia, una fe sin dogma.

Y quizás, al final de todo, descubran que lo divino no estaba tan lejos como creían, sino siempre ahí, al alcance de una mano abierta y un corazón dispuesto.