Vivimos tiempos en los que las apariencias pesan más que las intenciones. Nos hemos vuelto expertos en construir personajes: detrás de una sonrisa hay cansancio, detrás del éxito hay miedo, detrás del chiste hay dolor. Y aunque parezca que nos mostramos más que nunca, en realidad cada vez nos protegemos más.
Caras vemos… corazones no sabemos. Esa frase popular encierra una verdad incómoda: nos hemos llenado de corazas para sobrevivir. Corazas de humor, de ironía, de trabajo, de indiferencia. Fingimos que nada nos toca, que todo nos resbala, cuando por dentro estamos deseando que alguien nos mire de verdad.
A veces usamos el humor negro como escudo. Hacemos chistes “para relajar el ambiente”, pero muchas veces lo que hacemos es herir. Reímos de lo ajeno porque nos cuesta mirar lo propio. Disfrazamos la burla de sarcasmo, y sin darnos cuenta, terminamos normalizando la falta de empatía.
El problema no es reírnos. El humor, bien usado, sana, une, libera. Pero cuando el chiste se vuelve un arma, cuando necesitamos reírnos de alguien para sentirnos mejor, ahí dejamos de ser humanos para convertirnos en jueces. Y el mundo ya está demasiado lleno de juicios.
Nos cuesta mirar más allá de la superficie. Opinamos sin conocer, señalamos sin entender, juzgamos sin saber la historia completa. Detrás de cada cara hay un corazón que está librando su propia batalla -una que no siempre se nota, pero que existe-.
Y tal vez el gran desafío de estos tiempos sea volver a mirar con el corazón. No desde la lástima, sino desde la comprensión. No para justificarlo todo, sino para recordar que todos sentimos, todos fallamos, todos tenemos días en los que solo necesitamos un poco de ternura.
La verdadera madurez emocional no está en mostrarse fuerte, sino en permitirse sentir. En aceptar que ser sensible no es debilidad, que cuidar las palabras es una forma de respeto, y que el silencio, a veces, vale más que un comentario ingenioso.
Ojalá empecemos a usar el humor para construir, no para destruir. Que aprendamos a reírnos con los demás, no de los demás. Y que entendamos que cada palabra puede ser un abrazo o una bala. Porque sí, caras vemos, pero corazones no sabemos. Y si no los conocemos, al menos aprendamos a tratarlos con cuidado, con amor y con gratitud.
Porque cuando agradeces lo que los otros te enseñan -con su historia, con su diferencia, con su humanidad-, la vida se vuelve un lugar más amable para todos.