Tenemos de todo: más tecnología que nunca, más información, más libertad. Pero aun así algo nos falta. Vivimos conectados a todo menos a nosotros mismos. Sabemos mil cosas, pero no sabemos parar.
Nos creemos dueños del tiempo, pero el celular nos dice cuándo mirar, opinar y hasta sentir. Ya no usamos el teléfono: él nos usa a nosotros. Despertamos y lo primero que hacemos es revisar una pantalla. Buscamos validación disfrazada de conexión, y entre tanto ruido se nos va la vida.
Producimos como si el planeta fuera infinito y lo tratamos como si fuera desechable. Conocemos los datos sobre el cambio climático, la ansiedad o la soledad, pero seguimos igual. ¿Por qué?, porque detenerse da miedo. Y el sistema castiga al que se atreve a parar.
Nos educaron para rendir, no para sentir. Para competir, no para comprender. Nos enseñaron que descansar es perder el tiempo, cuando en realidad el silencio también produce: produce claridad, paz, propósito.
El problema no es solo el sistema, es nuestra obediencia. Nos sobra discurso, pero nos falta coherencia. Nos sobra visibilidad, pero nos falta sentido. Nos sobra libertad, pero nos falta conciencia. Nos acostumbramos a hablar de cambio, pero no a practicarlo.
Confundimos productividad con propósito y agotamiento con éxito. Creemos que estar ocupados es estar vivos. Pero no. A veces correr tanto solo nos aleja de lo que realmente importa. Nos llenamos de metas, pero vaciamos el alma. Y cuando llega el domingo, sentimos el vacío que evitamos toda la semana.
He visto empresas cerrar, oficinas vacías y gente rendida. He visto a muchos seguir corriendo, fingiendo que todo está bien. Como si parar fuera fracasar. Pero no hay sostenibilidad sin renuncia, ni progreso sin conciencia. Quizás el futuro no necesite más cosas, sino más verdades. Más conversaciones reales, más silencios incómodos, más decisiones tomadas desde la calma y no desde el miedo.
Avanzar no es producir más. Avanzar es volver a sentir. Escuchar lo que pasa adentro. Volver a mirar con gratitud lo simple: un abrazo, un atardecer, un café compartido, un rato sin pantalla. Eso, hoy, es un acto de resistencia.
Porque cuando uno se detiene, algo cambia. Lo que antes parecía poco, se vuelve suficiente. Lo que pesaba, se suelta. Lo que faltaba, deja de ser urgente. De pronto uno entiende que no es el mundo el que corre, somos nosotros los que no sabemos quedarnos quietos.
No se trata de ir más rápido, sino de ir más despiertos. De recordar que no necesitamos tenerlo todo para sentirnos plenos. Que ya somos parte de todo lo que importa. Y tal vez eso -sentir, agradecer, habitar el presente- sea la verdadera revolución. Por eso yo vivo en gratitud.