Somos expertos en vivir corriendo. Adelantamos diciembre desde septiembre, contamos los días para las luces, planeamos las fiestas, armamos el árbol antes de que llegue el mes. Pero cuando por fin llega diciembre, nos aturdimos con aquello que creemos que nos caracteriza: ruido, afanes, compromisos sociales, compras acumuladas, invitaciones protocolarias, agendas saturadas. Sabemos celebrar, sí…, pero olvidamos sentir.
Diciembre trae luces, música, olor a buñuelo, promesas de unión y un aire que, sin decirlo, invita a bajar el ritmo. Pero irónicamente, es en este mes cuando más nos perdemos. Entre regalos por cumplir, listas interminables, expectativas ajenas y la obligación silenciosa de “estar felices”, terminamos desconectados de lo esencial. Y sin darnos cuenta, nos están robando lo más humano que tenemos: nuestra sensibilidad. Lo peor es que muchas veces ni siquiera lo notamos.
Vivimos en una época en la que todo tiene explicación inmediata, que cada duda se resuelve con un clic y cada emoción se clasifica, se analiza o se patologiza. Y aun así, nunca habíamos estado tan confundidos. Tan lejos del cuerpo. Tan desconectados del alma. ¿También has sentido esa paradoja? Saber demasiado, pero sentir muy poco. Estar rodeado de gente, pero lejos de ti mismo.
Nos educaron para entender, argumentar y analizar. Nos enseñaron a pensar como máquinas, a evitar el vacío y a reducir la incertidumbre. Nos programaron para que todo tuviera lógica. Pero nadie nos enseñó a escuchar la vibración de la intuición, esa parte irracional y profundamente sabia que no grita, pero guía. Nos entrenaron a vivir hacia afuera, mientras lo más verdadero siempre sucede adentro.
Por eso, en un mundo de algoritmos, tendencias y artificialidades, lo más revolucionario es seguir siendo auténtico, sensible y humano.
Que nadie te quite tu sensibilidad. Pero para que nadie lo haga, primero tienes que dejar de negarla tú. Permítete volver a esa parte tuya que siente sin permiso, que ama sin explicación, que sabe sin lógica. Esa parte que despierta cuando te detienes a observar lo simple: el parpadeo cálido de las luces navideñas, el silencio de una noche fría, el olor a casa, el abrazo que te acomoda el alma, la canción vieja que te recuerda quién eras antes de acelerarte tanto.
Porque recuerda: si cuestionas, incomodas. Si sientes, despiertas. Y diciembre es el mes perfecto para despertar.
Mientras la mente quiere controlarlo todo, el alma solo pide vacío, silencio y presencia. La mente corre; el alma respira. La mente exige certezas; el alma agradece lo que es.
Este mes puede ser tu punto de retorno. No un cierre lleno de afanes, sino un renacer lleno de presencia. Un reencuentro con lo que de verdad te sostiene. Porque la Navidad no es un evento: es un estado. Un estado de humanidad, de presencia y de gratitud.
Este diciembre, regálate algo radical: tu sensibilidad intacta, tu alma despierta, tu humanidad viva. Allí empieza todo. Allí -en lo sensible- siempre estuvo tu verdad. Allí también está tu Navidad.