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"Los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás", se lee en el Artículo 44 de la Constitución Nacional de 1991. El evidente incumplimiento de un mandato tan claro retrata la realidad de lo que ocurre con la esencia de nuestra Carta Magna, considerada desde que nació entre las más adelantadas en América Latina en materia de derechos y opciones de los ciudadanos frente al Estado. Situaciones lamentables como la conocida esta semana en Medellín, donde 14 niños habrían sido abusados sexualmente en un hogar del ICBF, nos enfrenta con hechos que convierten la Constitución en un discurso de anhelos que se ven lejanos en su concreción cotidiana.
 
Según la Alianza por la Niñez Colombiana, en el país ocurren cada día 60 casos de violación de niñas entre los 10 y los 19 años. Los fenómenos de desplazamiento y de reclutamiento de menores por grupos al margen de la ley dejan claro que la prevalencia de los derechos de los niños solo está en el papel. Sin embargo, el problema no es del documento que consagra dicha afirmación, sino que buena parte de los colombianos todavía añora la vieja Constitución de 1886, se aferra a las antiguas estructuras y se opone a la posibilidad de cambio. Que hayan pasado 30 años y no tengamos una apropiación de sus fundamentos nos plantea el desafío de poner bases más firmes a nuestro Estado de Derecho.

Al cumplirse hoy tres décadas de la promulgación de la Constitución que nos rige, resulta necesario reflexionar acerca de lo que debe hacerse para que se cumpla. La violencia criminal y política y la desigualdad socioeconómica y judicial que condujo a la constituyente que la elaboró en 1991 han cambiado poco durante este tiempo, y los factores que alimentan los problemas de fondo parecen invencibles pese a que allí estén planteadas las soluciones, muchas de las cuales han sido evadidas por quienes tienen la obligación de desarrollar tales mandatos. Los asesinatos de líderes sociales y de defensores de derechos humanos son evidencia de la enorme dificultad de respetar la esencia de una Constitución que aún está en pañales.

Ahora bien, no puede negarse que nuestra norma de normas logró poner en contacto al ciudadano común con el Estado y fundamentó los derechos de la dignidad humana y del respeto al derecho internacional humanitario. La introducción de la figura de la tutela ha servido para que el ciudadano de hoy sea muy distinto al de antes de 1991, pero también se han dado abusos con ese instrumento. Adicionalmente, los problemas estructurales en los diferentes ámbitos prevalecen y se resisten a la aplicación de remedios profundos. La tutela ha funcionado para apagar incendios, no para transformar el país.

No obstante, lo que Colombia menos requiere hoy son nuevos cambios constitucionales, y por eso resulta insensata la exigencia de algunos para que haya una constituyente. Lo realmente necesario es que todos esos sueños de país plasmados en la Constitución de 1991 hallen la manera de concretarse y que eso signifique una transformación del Estado, con real equilibrio de poderes, que las instituciones recuperen el respeto y la confianza de todos los colombianos. Lo que hay que cimentar es una nueva cultura política en la que la democracia participativa sea el corazón de las acciones ciudadanas, como lo plantea nuestra Carta Magna.