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Sea de extrema izquierda o de extrema derecha, cualquier actitud antidemocrática de un gobernante es censurable, y resulta peligrosa para la sociedad entera. Lo que ocurre hoy en Brasil con Jair Bolsonaro es igual de repudiable que lo hecho por Daniel Ortega en Nicaragua; ambos son líderes malsanos que no respetan las instituciones y que creen que pueden atropellar a todo el mundo sin que haya consecuencias. El primero usa toda clase de triquiñuelas seudodemocráticas para perpetuarse en el poder, mientras que el otro se enfrenta descaradamente contra los demás poderes públicos, llamando a ciudadanos a levantarse peligrosamente en contra de los valores democráticos.
Lo de Bolsonaro, con su actitud populista e incendiaria, similar a lo hecho por el expresidente estadounidense Donald Trump a comienzos de este año, cuando sus arengas llevaron al ataque de una turba al Congreso de ese país, resulta sumamente peligroso. Como un eco de sus irresponsables llamados a protestar contra el Legislativo y la Corte Suprema, ya un grupo de camioneros salió a bloquear carreteras, como una medida de presión para tratar de intimidar a quien se oponga a su líder ultraderechista (quien en las encuestas marca una precaria favorabilidad del 25%). Ya se habla, inclusive, de un plan para dar un golpe de Estado que sería respaldado por los militares.
Lo que está ocurriendo es el mundo al revés: el jefe de gobierno alentando la violencia y el atropello a los derechos humanos de las mayorías pacíficas y democráticas en ese país. Todo parece indicar que el actual presidente hará lo que sea necesario para no dejar el poder, aunque eso signifique incendiar el país. Es una actitud que podría ser contagiosa en otras regiones de América Latina, con consecuencias desastrosas para la democracia, que si bien es un sistema de gobierno con imperfecciones, es la única garantía de lograr un estado equilibrado y afín a la dignidad humana. Lo peor es que quienes generan el caos emiten el discurso de que lo hacen para defender la democracia. Hay una crisis institucional en Brasil que está pasando de castaño oscuro. Las acusaciones de Bolsonaro a los demás poderes públicos de torpedear su gobierno, solo por el hecho de tomar decisiones en sintonía con lo legal, parece llevar a un caos institucional mayor. Esto ocurre justo cuando se aproximan las elecciones, en las que el expresidente izquierdista Inácio Lula Da Silva, quien quedó habilitado de nuevo para la política (tras declararse su inocencia en los casos de corrupción que le endilgaban), empieza a mostrar una mayor simpatía en las encuestas. Estamos frente a un ambiente de polarización radical con enormes riesgos.

Lo más grave es que entre más se le señala al mandatario de irrespetar la democracia y de difundir noticias falsas acerca del sistema electoral, el mismo que contabilizó los votos de su elección como presidente y que funciona sin quejas desde 1996, más dispuesto parece Bolsonaro a profundizar sus comportamientos autoritarios y a venderse como el caudillo necesario para evitar el colapso. Crea la hecatombe para justificar que solo él puede resolverla, una contradicción que infortunadamente pasa desapercibida para multitudes fanáticas que han llegado al punto de pedir una intervención militar. Por el bien de América Latina hay que confiar en que triunfe la democracia.