No es casualidad que el mismo día en que se conocieron las graves violaciones a los derechos de los niños hijos de migrantes ilegales hacia Estados Unidos, ese país haya anunciado su salida del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Hay una clara agenda en el gobierno liderado por el presidente Donald Trump para hacer lo que sea necesario con el propósito de mantener sus políticas xenófobas y discriminatorias, de espíritu premoderno, con el ánimo de reconfirmar el lema con el que llegó a la Casa Blanca: "América primero", es decir, una política nacionalista que desprecia a todo lo que no sea estrictamente estadounidense.
Si bien, luego de la presión interna y externa en torno a las jaulas inhumanas en las que permanecen encerrados miles de menores de edad, la mayoría de ellos latinoamericanos, el mandatario se vio obligado a emitir un decreto para frenar esas odiosas actuaciones de su gobierno, el hecho de que anuncie que intensificará las políticas para controlar la inmigración podría traducirse en que el reversazo sea solo una cortina de humo para salir del problema, pero con la intención de ir más lejos en el bloqueo a quienes migran a ese país en busca de nuevas oportunidades, y la profundización de sus tratamientos indignos.
Amnistía Internacional (AI) lo ha dicho de manera directa: la política de separar a los hijos de padres que cruzan la frontera en busca de asilo o sin documentos constituye tortura, de acuerdo con las normas internacionales y la misma legislación de Estados Unidos. Esa cruel política llamada "tolerancia cero", merece una respuesta civilizada pero contundente de la Comunidad Internacional de cero tolerancia con las violaciones. Además, porque quienes buscan refugio en ese país, provienen en gran proporción de países como Honduras, Nicaragua y El Salvador, donde también son víctimas de atropellos a sus derechos humanos. En ese tránsito hacia una nueva esperanza terminan revictimizados.
Se calcula que son unos 2.300 niños los que han sido separados de sus padres o tutores legales en la frontera estadounidense, desde el pasado mes de abril cuando la cruel política fue puesta en marcha. No obstante, se calcula que son unos 11.350 los que están en cerca de 100 centros en distintos lugares de los Estados Unidos. Solo ante la evidencia de semejantes violaciones, Trump se vio forzado a suspender esos tratos inhumanos, pero la dureza de la política contra la migración es tal que cualquier indocumentado que sea sorprendido en la frontera tiene trato de delincuente y se le procesa judicialmente como tal, aunque no tenga antecedentes penales.
Con evidente cinismo, el mandatario estadounidense ha dicho que si es débil su país se llenará de gente que afectará a los locales, que si es fuerte le dicen que no tiene corazón, y que ante ese dilema tal vez prefiera ser fuerte. Trump, de hecho, desde hace meses presiona al Congreso para que se implante una legislación alrededor de la inmigración que él quisiera más dura y que garantice la construcción de un muro en la frontera con México; todo parece indicar que su reversazo solo apunta a garantizar el respaldo parlamentario para implantar esa política estricta de manera legal.
Sería deseable que no solo se echen para atrás estas políticas inmorales, sino que también la Casa Blanca reconsidere la decisión de abandonar el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, porque es clave que un país tan importante como los Estados Unidos dé ejemplo al resto del mundo, y no que por tratar de evitar pronunciarse ante los abusos de Israel en la franja de Gaza decida mirar hacia otro lado y avalar dichos comportamientos, e incluso mirar hacia otro lado acerca de las violaciones de derechos humanos en la China, por ejemplo. Es correcto que el gobierno colombiano se haya pronunciado para solicitarle a Estados Unidos que se garantice un trato digno a las familias de esta parte del mundo que llegan a ese país.
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