El aparato de justicia requiere, sin duda, cambios profundos, sobre todo para hacerlo más cercano al ciudadano, para que sea más ágil en las decisiones, para brindar garantía de ecuanimidad y equilibrio. Sin embargo, un buen propósito como ese, no puede buscarse bajo la calentura de decisiones apresuradas para hacerle frente a veredictos que un sector político considere inconvenientes. Para reformar alguno de los tres poderes públicos del sistema democrático se requieren vías de consenso, no soluciones forzadas.
La propuesta de la senadora Paloma Valencia de una Constituyente para reformar la justicia, como reacción a la orden de la Corte Suprema de Justicia de detención domiciliaria del expresidente y senador Álvaro Uribe Vélez, máximo jefe del partido Centro Democrático, es a todas luces inoportuna. Siendo ese el partido de gobierno ese camino podría convertirse en una especie de imposición de un poder a otro, desequilibrio que es inadmisible en una democracia. Hasta el presidente Iván Duque considera que ese sería un camino muy largo y complicado para una necesidad más urgente.
Cuando en 1990 se convocó una Asamblea Nacional Constituyente que dejó como resultado la Constitución Nacional vigente, el contexto de los hechos políticos era propicio para ello, y fue posible la convergencia de múltiples y diversas voluntades en el propósito de hacer una reforma de fondo en el ordenamiento jurídico. La realidad hoy es muy distinta, con una polarización que poco ayuda a los consensos y podría llevar, en una constituyente, a que se adopten caminos radicales inconvenientes para el país, cuando lo que necesitamos es una democracia más sólida. Podría ser una caja de pandora en la que el remedio resulte peor que la enfermedad.
De manera sensata dirigentes de varios partidos políticos en el Congreso han manifestado sus reservas. Parece haber conciencia de que la politización de los organismos de justicia no puede combatirse con herramientas que generan tantas incertidumbres y podría conducir a una politización peor. Lo requerido es que haya un acuerdo entre las distintas fuerzas para que, en consonancia con los miembros de las altas cortes, se encuentre cómo acometer los cambios. Es verdad que varios intentos han fracasado, pero Colombia no puede cansarse de persistir en opciones democráticas.
No se puede crear un sistema de justicia en el que confíen los ciudadanos haciendo uso de mecanismos que generan tanta desconfianza, menos cuando surge con ánimos revanchistas. En el proceso que deberá retomarse resulta fundamental revisar a fondo el papel del Consejo Superior de la Judicatura, que nació con la idea de ser un ente administrador de los recursos de ese poder público y regulador de la profesión de abogado, pero que terminó en nido de politiquería y corrupción.
Otro asunto clave es eliminar las funciones electorales de las cortes, las cuales se han prestado para pagar favores políticos y corromper agentes de la justicia, para puertas giratorias y otras mañas que tergiversan los fines de ese poder. Lo fundamental es que los cambios estén orientados a prestar un mejor servicio, más cercano, a los ciudadanos con transparencia y oportunidad. Además, en momentos de crisis la prioridad es proteger las instituciones y fortalecerlas, no derrumbarlas.
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