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Causa escalofrío escuchar a los exmiembros del Ejército Nacional, varios de ellos oficiales de alto nivel en el momento de los hechos, durante la primera década de este siglo, admitir ante la Justicia Especial para la Paz (JEP) que para mostrar resultados de sus acciones contra la guerrilla y competir por los mejores indicadores en el interior de las Fuerzas Militares, tendieron trampas a jóvenes campesinos inocentes para asesinarlos y luego hacerlos pasar por subversivos abatidos en combate.
 Estos exmilitares que, por mandato de la Constitución Nacional, tienen la obligación de proteger la vida, honra y bienes de los colombianos, no tuvieron problema en hacer todo lo contrario a su deber y ejecutar a personas inermes, solo con el ánimo de obtener recompensas, homenajes presidenciales, ascensos en el interior de las filas y lograr ser tratados como héroes, cuando en realidad actuaban como cobardes criminales.
 Las confesiones conocidas esta semana por hechos ocurridos en la región de Catatumbo buscan, de manera simultánea, aportar a la verdad de lo ocurrido en el conflicto armado colombiano, pero a la vez traducirse en beneficios para los militares involucrados, como rebajas de penas o castigos alternativos que no sean, necesariamente, prisión. Los crudos testimonios evidencian que las denuncias por los llamados “falsos positivos” son ciertas, y lastimosamente, dejan claro que lo ocurrido en otras regiones del país, inclusive también en Caldas, obedecieron a esa misma lógica de obtener reconocimientos oficiales a costa de la vida de personas que nada tenían que ver con la ilegalidad.
 Lo más importante de estas revelaciones es que los familiares de las víctimas se acercan a la verdad de lo ocurrido y pueden comenzar a considerar el perdón para los victimarios. Este es un asunto bastante complejo, si se considera que no solo 6.402 personas inocentes fueron asesinadas en todo el país, bajo esta misma modalidad criminal, sino que murieron bajo el falso estigma de ser guerrilleros y delincuentes. Surge ahora la posibilidad de hacer el duelo sabiendo la verdad y limpiando su nombre.
 Sin duda, se necesita más verdad, más justicia y más reparación alrededor de estos hechos, sino que se pueda avanzar hacia la reconciliación, con el propósito de dejar atrás para siempre los odios y los ánimos de venganza, que han sumido al país por décadas en un círculo vicioso que no termina. También molesta que altos mandos (como el general (r) Paulino Coronado) que han acudido a la JEP se limiten a decir que fueron engañados por sus subalternos o que sabían que algo pasaba, pero prefirieron no investigar, o que justifican que muchos de los asesinados eran, de todos modos, personas que tenían algún antecedente negativo en sus conductas. Aceptar eso sería legalizar la pena de muerte en el país, algo que constituye una grave violación al Derecho Internacional Humanitario.

Conocer estos relatos macabros debe dolernos a todos los colombianos, y debería llevarnos a comprometernos más con la búsqueda de una verdadera paz, estable y duradera. También deberíamos llevarnos a reconocer la importancia del acuerdo firmado con las extintas Farc, que permitió crear la JEP como instancia de justicia restaurativa en la que más importante que la severidad de los castigos para el victimario, debe ser aportar verdad y tratar de aliviar el dolor de las víctimas, que en casos como el de Soacha (Cundinamarca), son emblemáticas de esa etapa horrenda de nuestra historia.