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Bajo las actuales políticas contra el narcotráfico ninguna alternativa de lucha contra ese flagelo puede ser desechada. Sin duda hay que avanzar en la búsqueda de nuevas perspectivas, tomando en cuenta que en medio siglo de una misma política de persecución de carteles de la droga los resultados son frustrantes, pero eso requerirá una discusión mundial que se oriente a golpear de manera directa las finanzas y la rentabilidad de ese negocio ilegal.
Como muestra de que se están dando las condiciones para entablar una nueva conversación en ese sentido, siete relatores de las Naciones Unidas rechazaron el Programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos con Glifosato (PECIG) de Colombia, bajo el argumento de que ese químico tiene consecuencias graves para la salud y el medioambiente, además de afectar de manera concreta a pueblos indígenas y afrocolombianos, así como a defensores de esos derechos en el país.
La respuesta del Gobierno frente a este llamado fue tajante acerca de que las aspersiones aéreas de glifosato serán reactivadas. Se asegura desde el Ejecutivo colombiano que serán acogidas las condiciones establecidas por la Corte Constitucional en su sentencia T236 del 2017 y el Auto 387 de julio del 2019. No obstante, para ello, la aspersión tendría que hacerse de manera muy precisa, sin afectar plantas distintas a las de coca, ni a la fauna y las personas que habitan en las zonas con cultivos ilícito, algo que solo podría garantizarse si se hace de manera controlada, con drones o manual, como se hace desde hace décadas en cultivos legales para erradicar las malezas.
Desde el Gobierno se tiene el convencimiento de que el llamado de la ONU no tiene sustento y que retomar las aspersiones aéreas del químico es un imperativo sin reversa. Se argumenta que el enemigo no es el glifosato sino el narcotráfico y que su combate lo justifica, también para evitar que los erradicadores se expongan a los peligros de las minas antipersonal. Lo complicado es que los efectos negativos de las aspersiones para la salud humana y el medioambiente están claramente documentados, y siendo un buen propósito las consecuencias resultan terribles.
Aún con las deficiencias que tienen los planes de erradicación voluntaria y de sustitución de cultivos son los más idóneos en las actuales circunstancias. Además de ser menos costosos que las aspersiones y lograr una efectividad mayor en el mediano y largo plazo, esa presencia del Estado cercana y dialogante con los campesinos puede convertirse en la herramienta más sólida de lucha contra el narcotráfico. Se han cometido errores, sin duda, que se tradujeron en el crecimiento del área de cultivo, pero se pueden aplicar correcciones y aspirar a que el mundo rural se transforme de manera positiva.

Si se ponen en la balanza los costos económicos, los efectos adversos que se tendrían para la salud y el medioambiente y las repercusiones sociales y económicas para los campesinos resulta evidente que la aspersión aérea es el peor camino que puede tomarse. Hay que avanzar con mayor decisión hacia otras fórmulas que golpeen realmente a los carteles, al mismo tiempo que se mejore la economía y la calidad de vida en las áreas rurales.